I. Torturas y hacinamiento
Se lo llevaron sin dar explicaciones.
En la delegación comenzaron a golpearlo. Patadas. Puñetazos. Puñetazos. Patadas. Querían que confesara su vínculo con pandillas. Pero la respuesta fue siempre la misma: no-soy-pandillero.
Las vejaciones se volvieron más bestiales. Uno de los agentes sumergió su cabeza en una pila llena con agua, una y otra vez, hasta hacerlo perder el aliento. Pero la respuesta fue siempre la misma: no-soy-pandillero.
Los policías estaban enloquecidos. Furiosos. Uno de ellos agarró una pinza y comenzó a apretujarle los dedos. Hubo gritos. Hubo llantos. Pero la respuesta fue siempre la misma: no-soy-pandillero.
Las torturas físicas cesaron por un momento. Pero luego desataron una ofensiva psicológica. Las advertencias fueron claras: si no confesaba su relación con pandillas su familia pagaría las consecuencias. Y, una vez más, la respuesta fue la misma.
Entonces lo trasladaron a un centro de resguardo para adolescentes.
Habían transcurrido 37 días desde que el gobierno de Nayib Bukele había instaurado el régimen de excepción.
A su familia no le dieron ninguna explicación del porqué de su detención. «En su momento lo sabrán», fueron las únicas palabras que escupió uno de los policías captores.
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Desde que se aprobó el régimen de excepción —el pasado 27 de marzo— las cárceles salvadoreñas se volvieron más caóticas que nunca. La insalubridad, las enfermedades, pero sobre todo el hacinamiento se disparó de golpe.
Los centros penitenciarios y las bartolinas para menores de edad no son la excepción.
Esto puede verificarse en el proceso de acceso a información REF.UAIP2022-041, del Instituto Salvadoreño para el Desarrollo Integral de la Niñez y la Adolescencia (ISNA), donde se observa cómo se elevó el número de reclusos entre marzo y agosto del presente año.
En El Salvador hay cuatro centros de integración social y cuatro resguardos para menores de edad. Los primeros son equivalentes a los centros penales y los segundos a las bartolinas policiales.
Antes del régimen de excepción, por ejemplo, el número de encarcelados en los resguardos era de uno, dos, tres por día. A lo mucho cinco. En febrero el día más atípico fue el 17, pues se registraron ocho ingresos. Luego la tendencia se mantuvo igual.
La ruptura ocurrió el 27 de marzo, día en que se aprobó el régimen de excepción y se desató una cacería de pandilleros y criminales, en su mayoría fichados por la inteligencia policial. Pero también de una gran cantidad de personas inocentes.
En esas redadas iban decenas de menores de edad. El día que se inauguró el régimen de excepción, por ejemplo, se registró 35 detenidos. Al día siguiente hubo 19. Un día después fueron 16. Y así, de esa manera, las masivas detenciones de adolescentes se volvieron cotidianas.
En abril se registraron las redadas más altas por día. El 20 de ese mes, por ejemplo, hubo 58 detenidos. El 25 fueron 44 y al día siguiente hubo 55. Los resguardos para menores se convirtieron en calabozos al borde de la explosión.
De acuerdo con las estadísticas del ISNA, entre el 1 de enero al 30 de agosto hubo 2 mil 312 adolescentes detenidos en resguardos.
De estos, 1 mil 94 fueron encerrados en el resguardo Metropolitano, 403 en San Miguel, 581 en Santa Ana y 234 en Sonsonate.
De estos, 1 mil 947 son niños-adolescentes y 365 niñas-adolescentes.
De estos, 84 rondan los 12 y los 14 años; mientras que el número de detenidos aumenta entre los 14 y 16 años: 618 en total.
Pero se incrementa estrepitosamente entre los 16 y 18 años: 1 mil 542 en total.
¿En qué departamentos hubo más capturados? En San Salvador fueron 613, en La Libertad 296, en Sonsonate 295, en Ahuachapán 293, en San Miguel 165, en Santa Ana 286.
¿Cuáles son los principales delitos por los que se les captura? Por agrupaciones ilícitas son 1 mil 676. Por organizaciones terroristas suman 223. Por tráfico y tenencia de drogas son 82. Por homicidio suman 21. Por violación y agresiones sexuales se contabilizan 45. Posteriormente, las detenciones por otro tipo de delito disminuyen.
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Luego de ser torturado en la delegación policial fue llevado a un centro de resguardo. Los custodios lo encerraron en una celda donde había pandilleros adolescentes.
Ahí le tocó vivir otro infierno: sus compañeros lo golpearon sin tregua. Los policías continuaron la orgía de malos tratos. Estuvo 12 días encerrado.
Cuando lo llevaron a un tribunal de menores, su madre notó que estaba deteriorado. Tenía golpes en su cuerpo. Tosía violentamente y escupía sangre.
El juzgado resolvió dejarlo en libertad, pues no se presentaron pruebas que lo vincularan a pandillas.
Estando en libertad empezó a ser hostigado por los policías que lo habían torturado. Lo intimidaron. Lo amenazaron. Fue entonces que su familia decidió abandonar la casa y establecerse en otro lugar del país.
Posteriormente acudieron al Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA) para dejar registro de lo sucedido. La identidad del menor de edad ha sido protegida. Únicamente se sabe que tiene 14 años.
Pero su caso no es único.
Las denuncias por torturas y malos tratos durante el régimen de excepción ocurren todos los días. Tres informes de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) documentaron una serie de denuncias sobre agresiones perpetradas por agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) contra menores de edad encarcelados. También sobre las condiciones inhumanas en las que se encuentran recluidos.
Apolonio Tobar, procurador de Derechos Humanos, ha sido altamente criticado por sus posturas tibias ante la montaña de denuncias sobre vulneraciones a derechos fundamentales durante el régimen de excepción.
No obstante, los delegados de la PDDH que elaboraron los tres documentos, entre marzo y junio del presente año, denominados Informe de verificación en el contexto del régimen de excepción producto del incremento de los homicidios y feminicidios acontecidos en la última semana del mes de marzo, registraron denuncias de menores de edad en los resguardos.
El primer informe, que va del 27 al 25 de abril, dice:
«De igual manera se han realizado comunicaciones con las autoridades competentes sobre la situación de adolescentes presuntamente agredidos por agentes policiales, en cuyos casos el equipo médico de la PDDH ha constatado su condición de salud».
El segundo informe, que va del 26 de abril al 25 de mayo, dice:
«Comunicación con autoridades del Centro de Integración Social Resguardo Metropolitano sobre las condiciones de salubridad en la que se encuentran dos adolescentes aislados por motivos de seguridad. Al respecto, la autoridad ordenó una limpieza exhaustiva y la dotación de colchonetas nuevas, manifestando el compromiso de mejorar las condiciones».
En este informe también se reporta la condición de mujeres encarceladas con niñas y niños recién nacidos: «Al verificar las condiciones de las personas privadas de libertad en las bartolinas de la delegación policial Soyapango-Ilopango se hicieron gestiones para el traslado a otro lugar de una madre detenida junto a su bebé de tres meses. En el mismo lugar también se gestionó que una mujer detenida y madre de un bebé de ocho meses pudiera dar lactancia materna. Además se recomendó que desde las bartolinas se trasladen a mujeres en períodos de lactancia a la Granja Penitenciaria de Izalco, departamento de Sonsonate, el cual cuenta con las adecuaciones necesarias para ello, lo que permitiría garantizar los derechos de la niñez y no generar desapego con la madre».
El tercer informe, que va del 26 de mayo al 24 de junio, dice:
«Quedan algunos aspectos por mejorar, por ejemplo, en el Centro Resguardo Metropolitano se recibieron quejas sobre la pequeña cantidad de comida que les sirven y la mala calidad de agua; también se expusieron quejas sobre el trato de miembros específicos de la corporación policial».
Los delegados de la PDDH, sin embargo, obviaron algunos detalles. No dijeron, por ejemplo, cuál era la condición de salud de los adolescentes que denunciaron las agresiones de los policías. Tampoco explicaron qué tipo de quejas recibieron sobre malos tratos por parte de los agentes custodios.
Todas estas denuncias, según los informes, fueron remitidas a la Fiscalía General de la República (FGR). Sin embargo, esta institución —que desde mayo de 2021 responde a los dictados del gobierno de Nayib Bukele— no ha presentado acusaciones en contra de elementos de seguridad por torturas o malos tratos.
Pero no solo la PDDH ha documentado denuncias de vulneraciones a derechos humanos. Organizaciones de la sociedad civil también han registrado centenares de casos. No necesariamente de menores de edad, pero la mayor parte de los afectados, según las denuncias, son jóvenes.
Rina Monti, directora de monitoreo de Derechos Humanos de Cristosal, detalló que ellos han recibido varias denuncias donde «los agentes torturadores son miembros de la Fuerza Armada».
«Hay casos de jóvenes que son desnudados en la vía pública y luego los dejan que les caiga la lluvia durante horas. Les dan golpes. Los insultan. En algunas ocasiones los obligan a golpearse entre ellos».
Por los relatos recogidos, Monti concluye que pareciera que «las fuerzas de seguridad del Estado están realizando torturas por placer». Y lo hacen «con total impunidad».
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De todos los adolescentes capturados entre enero y agosto únicamente 434 fueron encarcelados en Centros de Integración Social: 120 en El Espino, 173 en Ilobasco, 66 en Tonacatepeque y 75 en el centro Femenino.
De estos, 71 son niñas-adolescentes y 286 niños-adolescentes.
La mayoría fueron remitidos por el delito de agrupaciones ilícitas: 357 en total.
El número de detenidos en los centros de integración también se disparó con el régimen de excepción. Veamos: el primer ingreso de 2022 ocurrió el 11 de enero. Los próximos siete días nadie fue encarcelado. El 18 de enero enviaron a prisión a otro adolescente. El 22 a otro. El 25 a otro. El 31 a uno más. En total fueron cinco detenidos en enero.
Febrero mantuvo la misma tendencia. Un encarcelado. Dos encarcelados. Tres a lo mucho en un mismo día. La ruptura se observa a inicios de abril. Por ejemplo: el 12 de ese mes fueron encarcelados 13 menores de edad. Es decir: en un solo día se duplicaron las detenciones de todo el mes de enero.
Esa tendencia se ha mantenido. A veces baja. A veces sube.
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Nos encontramos en un parque de San Salvador. Lo primero que pide es apagar los teléfonos móviles. Quiere evitar cualquier tipo de intervención que conlleve a represalias. Luego comienza a hablar, pausadamente, durante algunos minutos.
Lo llamaremos Bruno. Pero su verdadero nombre no tiene nada que ver con esas cinco letras. Lleva varios años laborando en el área de trabajo social del ISNA. Conoce todos los resguardos, todos los centros de integración social. Los visita constantemente.
Asegura que el primer resultado del régimen de excepción fue un brutal hacinamiento. Las celdas quintuplicaron su capacidad. Principalmente en los resguardos.
El trabajo se volvió una locura. Estresante. Muy estresante. Sobre todo cuando comenzaron a hacer las primeras recomendaciones para humanizar los resguardos, pues los agentes custodios los empezaron a ver con caras de pocos amigos.
Las celdas estaban sucias. Los adolescentes no tenían los objetos básicos para su higiene personal. Ni agua, ni jabón, ni mascarillas. Muchos de ellos estaban evidentemente enfermos. La mayoría tenía afecciones en la piel. Otros mostraban problemas respiratorios. Y estaban ahí, amontonados, sin recibir algún tratamiento médico.
Pero lo que más le escandalizó fue que cada vez que regresaba a los resguardos encontraba a los mismos adolescentes. Llevaban meses encarcelados y no habían sido llevados a juicio, pues no tenían acceso a una defensa legal. También, por supuesto, había nuevos rostros.
Bruno dice que en las entrevistas que ha realizado a los adolescentes detenidos hay muchos que aseguran haber sido capturados en las escuelas o institutos. Niegan, rotundamente, pertenecer a pandillas.
Eso sí: asegura que los menores reciben sus raciones de comida de manera adecuada.
El relato de Bruno coincide con algunas de las denuncias que aparecen en los informes de la PDDH y en los casos registrados por organizaciones de derechos humanos.
Pero hay un elemento nuevo: las posibles epidemias por enfermedades respiratorias y de la piel.
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Respecto a las enfermedades en las cárceles de menores de edad hay poca información. El ISNA apenas registra unas pocas consultas médicas. Esto puede verificarse en el proceso de acceso a información REF.UAIP2022-039, donde se contabilizan 1 mil 229 consultas por diferentes enfermedades en los resguardos de San Salvador, Santa Ana y San Miguel.
Veamos el caso del resguardo Metropolitano. Aquí únicamente se tiene información sobre 934 consultas entre el 1 de enero y el 15 de agosto de 2022. Pero no se tienen detalles sobre los tipos de enfermedades atendidas, pues, según el ISNA, los expedientes médicos están en poder de la Unidad de Salud Santa Lucía.
En el caso de del resguardo de Santa Ana, el ISNA detalló sobre 201 consultas médicas. De estos, 77 fueron atendidos por «catarro común». También atendieron tres casos de adolescentes embarazadas. El resto de las atenciones fueron por cefaleas, diarreas, laceraciones, entre otras.
En el caso del resguardo de San Miguel se realizaron 156 consultas médicas. De estos, 65 fueron atendidos por enfermedades respiratorias. También atendieron cuatro casos de adolescentes embarazadas, así como 14 consultas por cefalea, entre otras.
En cuanto a las enfermedades respiratorias no se detalla si hay casos de Covid-19. Los registros públicos son deficientes. Casi inexistentes.
II. Artífices del horror
El reportero sintió un estremecimiento atroz.
El cuadro que acababa de capturar con su cámara le pareció espantoso. Doloroso. Humillante.
Minutos antes había cruzado el portón de las bartolinas de la Policía Nacional para constatar una denuncia sobre niños encarcelados. Y la escena se le presentó de golpe: una escuadra de menores, entre diez y doce años de edad, ocupaba un espacio reducido, sucio, desordenado. Estaba semidesnudos, desnutridos, hacinados. Enfermos. Con llagas en la piel. Con miles de dolencias. «No somos delincuentes. Sáquennos de aquí», fueron las primeras palabras que escuchó murmurar. En seguida se acercó a una de las celdas y disparó algunas preguntas. Las respuestas fueron una ráfaga de lamentos. Eran niños huérfanos, pobres, desamparados; desamparados por sus familias, por la sociedad, por el Estado. Uno de ellos le pidió que publicara su retrato en el periódico. Otro lo apartó de sus compañeros para hacerle una confesión: «estoy tuberculoso… quiero que me pasen a otra celda para que mis compañeritos no vayan a sufrir la misma enfermedad». El reportero salió consternado, con algunos nombres anotados en su libreta: Manuel Saravia, Antonio Henríquez, Julio Ortiz, Adán Quijano Hernández, Fernando Ochoa, Salvador Rodríguez Salegio, Ramón Rodríguez, Humberto Linares, Francisco Molina. «Todos esos niños carecen de ropas. A penas llevan una pequeña calzoneta. Así permanecen durante el día y así duermen también. En lo general padecen enfermedades de la piel y muchos se quejan de otras dolencias. El espectáculo en verdad es aterrador. Están desnudos y enfermos», apuntó.
Al día siguiente publicó, en El Diario de Hoy, un corto reportaje con unas fotografías que quedaron para la historia de la vergüenza.
El calendario marcaba el 22 de julio de 1954.
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El niño criminal fue un fenómeno que llenó páginas —páginas y páginas— de los periódicos salvadoreños durante el siglo XX. El caso de los menores de edad recluidos en las bartolinas policiales, a mediados de los años cincuenta, en condiciones inhumanas, fue un grito de indignación social. ¿Cómo era posible que con los derechos humanos institucionalizados, luego de las atrocidades cometidas en las dos guerras mundiales, aún se observaran esas escenas horrorosas? ¿Cómo era posible que no se crearan instituciones para atender y educar a niños desamparados? ¿Cómo era posible que a los niños que habían cometido delitos, por una u otra razón, únicamente se les encerrara con otros criminales en aterradoras cárceles, sin la posibilidad de ser reformados y reintegrados a la sociedad?
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El escándalo de los niños encerrados en las celdas de la Policía Nacional estalló gracias a un recurso de Exhibición Personal que el abogado Raúl Cornejo presentó ante la Corte Suprema de Justicia. El escrito decía lo siguiente:
HONORABLE CORTE SUPREMA DE JUSTICIA
Muy respetuosamente os vengo a manifestar un hecho que toda nuestra sociedad conoce y es que en nuestro ambiente flota una crecida población de niños desamparados; unos se mantienen dentro del área de la mendicidad, y otros, la miseria misma los arrojó al campo de la delincuencia.
Para unos y otros no se ha hecho justicia, y yo os pido ahora, Honorable Corte, hagáis justicia para aquellos que hoy guardan prisión en las cárceles de la Policía Nacional.
Sé muy bien que es un problema para las autoridades de la Policía Nacional el alojamiento de estos menores, más como el problema es común a todos, os suplico que toméis en cuenta que se trata de más de 40 menores de edad, entre los diez y doce años, que respiran en las cárceles el aire viciado por el crimen.
Estos niños jamás han comparecido ante un tribunal de menores, ni hay jueces que los juzguen.
Por eso os ruego que tales niños sean protegidos por vuestra autoridad en auto de exhibición personal, y si no pueden ser puestos en libertad por carecer de parientes responsables de su custodia, que sean consignados a centros de educación que vuestra misma autoridad designe.
Os juro que lo dicho es la verdad y que es justicia lo que pido. Me llamo Raúl Cornejo, soy abogado de este domicilio. San Salvador, 16 de julio de 1954.
Días después el reportero constató con sus ojos y con su cámara las crueles escenas. Por su parte, el jefe de redacción del mismo diario, J. Raúl Florez, escribió un artículo titulado Salvemos a esos niños, en el cual, entre otras cosas, decía:
Los menores se encuentran en ese período de la vida cuando el niño necesita del calor maternal, de los bondadosos cuidados del padre, de la atención del maestro y de los juegos propios de su infancia. Pero ellos están ahí, confundidos en una celda asquerosa como si fuesen los criminales más odiosos de nuestro país, sumidos en la miseria moral y material, sometidos a la tortura del hambre y la desnudez, huérfanos de todo cariño y todo cuidado.
Alguien pensará que esto es puro sentimentalismo y que “esos cipotes rateros, carteristas y pícaros”, merecen estar ahí porque son malos, y que no vale la pena ocuparse de ellos.
No debe de sorprendernos que muchas gentes piensen de ese modo; porque ese es el criterio que ha prevalecido respecto del problema del niño desamparado… No hay un lugar adecuado donde llevarlos. Hace falta un centro de reeducación, y es necesario crearlo.
Pocos días después fueron liberados.
Pero el problema no desapareció en las décadas siguientes.
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En los años ochenta una gran cantidad de niños fueron obligados a pelear una guerra brutalmente monstruosa. No hubo alternativa. El único camino fue el de las armas. Hubo muerte. Hubo destrucción. Al finalizar el conflicto armado esos niños, que habían crecido en los campos de batalla, únicamente sabían tirar balas. Algunos integraron las violentas pandillas en los años de la posguerra. Y, una vez más, el Estado les dio la espalda. Les volvió a señalar la misma ruta de siempre: las cárceles inmundas.
Las cosas empeoraron a inicios del presente siglo. En julio de 2003, en el marco del plan Mano Dura, el presidente Francisco Flores promovió reformas legales para tratar como criminales desalmados a niños de 12 años.
El actual presidente, Nayib Bukele, únicamente ha replicado ese esquema de perversión y criminalización de los menores de edad.