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Roberto Armijo: la batalla de las ideas

Este reportaje es un fragmento de una investigación más extensa sobre la historia de las ideas en El Salvador del Siglo 20. En esta primera parte se pretende ilustrar, a través del perfil de Roberto Armijo, las luchas intelectuales desde los años cincuenta hasta la firma de la paz en 1992.

Roberto Armijo: la batalla de las ideas

Fotoarte Elementos: Javier Menjívar. Fotografía de Roberto Armijo cortesía ADL.
Este reportaje es un fragmento de una investigación más extensa sobre la historia de las ideas en El Salvador del Siglo 20. En esta primera parte se pretende ilustrar, a través del perfil de Roberto Armijo, las luchas intelectuales desde los años cincuenta hasta la firma de la paz en 1992.

Roberto Armijo: la batalla de las ideas

Este reportaje es un fragmento de una investigación más extensa sobre la historia de las ideas en El Salvador del Siglo 20. En esta primera parte se pretende ilustrar, a través del perfil de Roberto Armijo, las luchas intelectuales desde los años cincuenta hasta la firma de la paz en 1992.

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febrero 16, 2022
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PRIMERA PARTE

1

La historia comienza con Roberto Armijo y su esposa Ana María conduciendo un automóvil por las calles de San Salvador, yendo de un lado a otro, redescubriendo una ciudad que ha dejado atrás la guerra y la confrontación, el caos y la destrucción, las balas y los muertos, donde militares y guerrilleros han dejado de matarse, donde el olor a pólvora y carne putrefacta se ha esfumado de las narices de sus ciudadanos. Es agosto de 1992.

Han transcurrido siete meses desde la firma de la paz.
Armijo ha regresado a su país después de 20 años de exilio.
El gobierno le ha prometido, al igual que a otros intelectuales, seguridad y libertad.
No más persecuciones, ni cárceles, ni exilios.
Hay entusiasmo. Mucho entusiasmo. Pero también incertidumbres, dudas, interrogantes que martillan la cabeza.
¿Será posible reconstruir un país despedazado, vivir en paz, en un ambiente democrático, donde haya pluralidad de ideas y tolerancia ideológica? ¿Será posible criticar al poder político, al poder económico, al adversario, sin que caigan las pesadas sombras de la persecución y la muerte? Armijo está consciente que se debe dar la batalla, que se debe poner a prueba al nuevo régimen; no solo él, sino también los otros intelectuales expatriados durante la dictadura militar.
Hay dudas, incertidumbres, interrogantes.
Pero hoy, agosto de 1992, Armijo transita por las calles de la capital salvadoreña, hinchado de entusiasmado, alegre de volver a hacerlo, veinte años después de haber volado hacia París.

— Recuerdo que cuando entramos al centro histórico de San Salvador, Roberto comenzó a enseñarme los cafés de su juventud, donde se reunía con sus amigos para leer poesía y discutir la realidad de los años cincuenta —dice Ana María, más de veinte años después, en el patio de su casa, frente al Lago de Coatepeque. El reloj marca las nueve de la mañana. Es septiembre. Ana María ha viajado desde París y hemos aprovechado para conversar.

— ¿Había mucho entusiasmo por regresar a El Salvador?

— Sí, claro que lo había. Pero también mucha incertidumbre. Roberto era consciente de lo difícil que era superarse en este país. Recuerdo que en ese viaje por San Salvador yo iba manejando, y en un alto se acercó un bolito a pedir dinero. Mi reacción fue cerrar la ventana. Roberto se le quedó viendo, asombrado, y me detuvo. Comenzó a bolsearse, se sacó todo el dinero que tenía y se lo dio. En todo el camino lo noté acongojado. Le pregunté qué sucedía: «Esa persona fue mi compañero en el Instituto Nacional, era mi amigo, vendíamos periódicos juntos. Yo habría podido ser él, pero la lectura me ha salvado», me contestó.

2

Se llamaba Luis Roberto Armijo Navarrete. Pero sus trabajos los firmaba con su segundo nombre y su primer apellido. Algunos de sus amigos lo llamaban Roberto. Otros simplemente le decían Poeta. A él, más que su primer nombre o su segundo apellido, prefería que lo llamaran Poeta. Nació en Chalatenango, el 13 de diciembre de 1937, en plena dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez, un teósofo que gobernaba con una fuerza endemoniada, que había barrido con los comunistas, con los indígenas, con los adversarios, que escribía en revistas y periódicos, que había cooptado a la mayoría de los intelectuales, que había ordenado las finanzas públicas, que se aferraba al poder a punta de balas y estrategias diplomáticas, pero sobre todo con reformas a la Constitución. Un hombre todopoderoso, un general astuto, un dictador que modernizó el Estado, que masacró y masacró, que hizo y deshizo, durante trece años, hasta que todo un pueblo reventó de hartazgo y, encabezado por los oligarcas y los intelectuales que lo habían apoyado, lo derrocó y lo expulsó del país.

Esa dictadura, y todo lo que se decía de ella, marcó a Roberto Armijo y a su generación.

Su esposa Ana María Echeverría recuerda lo que Armijo contaba de su infancia, allá en Chalatenango, una ciudad del occidente del país, donde vivió hasta los diez años. Era un niño pobre —le decía—, que estudiaba y trabajaba para ayudar a su familia, que juntaba centavos para comprar libros usados en las ferias del pueblo, porque le fascinaba leer, porque quería ser escritor, porque quería ser poeta. Después de cursar el sexto grado migró a San Salvador para continuar con sus estudios. Allí, en la capital, siguió trabajando: primero como ayudante de un médico, luego como artesano, después como vendedor de periódicos: «Se levantaba a las tres de la mañana y salía a vender los periódicos. A veces le caían unas grandes tormentas. Por eso era asmático, porque se mojaba cuando trabajaba como canillita», dice Ana María, quien, además, recuerda que Armijo se conmovía demasiado cuando evocaba ese San Salvador de finales de los años cuarenta e inicios de los cincuenta, en el que los militares, guardianes de la oligarquía, seguían en el poder: reformando el Estado, sí, pero también censurando las voces disidentes, apaleando y encarcelando a los adversarios del régimen. Reprimiéndolos. Exiliándolos. Mientras que en la mayoría de los mesones de la capital reinaba la miseria y la violencia: «Trabajando en la calle, Roberto vio por primera vez que un hombre podía sacar un cuchillo para matar a otro hombre. Vio toda esa crueldad, toda esa miseria», dice Ana María, quien, además, recuerda que Armijo estallaba en carcajadas cuando relataba anécdotas con sus amigos, con los poetas que integraron la Generación Comprometida, con los que se forjó en el oficio de escribir, con los que leyó a Neruda, a Vallejo, a Geoffroy Rivas, con los que se emborrachó muchas veces, con los que adquirió consciencia social, se afilió al Partido Comunista y repartió propaganda, con los que fue a la cárcel y al exilio, con los que hizo revistas, libros, páginas literarias: «Recuerdo que una vez, a finales de los años sesenta, Roberto me llevó a la casa de la mamá de Roque Dalton y se tiraba unas grandes carcajadas contando aventuras y anécdotas», dice Ana María,
quien,
quizá ella no lo sepa,
pero Manlio Argueta, compañero de generación de Armijo,
asegura que Roberto era un formidable lector: en parte por su inagotable sed de conocimiento y, en parte, porque siendo un adolescente tuvo como maestros al escritor Alberto Rivas Bonilla y al historiador Ramón López Jiménez, quienes pusieron a su disposición sus enormes bibliotecas: «Ahí es cuando Roberto comienza a ser un gran lector, quizá más que Roque y más que yo. Leía bastante literatura clásica: los griegos, los latinos, los españoles», dice Manlio, quien, además, tiene la memoria intacta cuando recuerda las cárceles y exilios, sobre todo a finales de los años cincuenta, cuando, en marchas y protestas, se enfrentaron al gobierno del coronel José María Lemus: «En una ocasión nos expulsaron a Nicaragua, en los tiempos de Luis Somoza, y nos encerraron en un cuartel durante varios días. Nadie sabía dónde estábamos, porque te capturaban en tu casa, a medianoche, en la madrugada, y nadie sabía a donde te llevaban. La ventaja, entre comillas, es que en esa época no mataban a nadie. Un día, estando prisioneros, le dije a Roberto que la única forma para salir de ese cuartel era que fingiera un ataque de asma, porque sus ataques de asma eran tremendos, a mí me estremecían, le duraban más de una hora. Entonces le dije que fingiera un ataque de asma y Roberto aceptó. Al momento llegaron los médicos y lo trasladaron a un hospital. Como a los cinco días salimos libres».

Ese no sería el primero ni el último exilio.
En los años sesenta el escenario social y político se agudizó.
Por eso no sería el último exilio.
Ni la última cárcel. 

3

Álvaro Darío Lara levantó el teléfono, marcó un número y esperó un momento. Contestaron. Preguntó por Roberto Armijo. Pero, al otro lado, una voz le dijo que Roberto no se encontraba en casa. Que había salido. Que llamara por la noche.

«Por la noche tuve suerte. Una voz melodiosa me contestó al otro lado de la línea. Era el admirado escritor —recordó Darío Lara, veinticinco años después, en un artículo publicado en el Suplemento Tres Mil—. Me identifiqué rápidamente y le solicité una entrevista. Sin conocernos, Roberto aceptó gustoso. Mi alegría fue muy grande, ya que el poeta era una leyenda entre nosotros, los jóvenes escritores de aquellos años».

Aquella era la década de los noventa
Inicios de los años noventa: agosto de 1992.

Roberto Armijo regresó tras un largo exilio y se hospedó en la casa de su suegro Leandro Echeverría. De todos los intelectuales que retornaron, Armijo fue quien más entusiasmo generó en los jóvenes escritores de aquel entonces. No todos. Algunos lo odiaban. Le reprochaban su ausencia, su vida aburguesada, sus críticas a la izquierda más radical. Pero la mayoría quería conocerlo. No solo por ser el sobreviviente más connotado de la mítica Generación Comprometida, esa generación conocida por enfrentar a la dictadura militar de los años cincuenta y sesenta, sino también por su fama de erudito, por su vida de poeta y profesor parisino, por su íntima amistad con Miguel Ángel Asturias y Julio Cortázar, por su experiencia como representante político de la guerrilla salvadoreña en Francia, por su cercanía al gobierno de François Mitterrand. Por eso y otras cosas más, querían conocerlo. Querían que los escuchara. Querían relatarle la batalla cultural, dura y precaria, que habían librado en plena guerra civil, cuando habían formado grupos literarios y dado a conocer sus creaciones en boletines y revistas universitarias. También en recitales abiertos: en parques y mercados, en marchas y protestas. Querían contarle todo. Todo eso. Pero sobre todo querían escucharlo. Necesitaban un guía, un maestro, una mente capaz de mostrarles el camino en un momento de incertidumbre y entusiasmo, en un momento que suponía el fin de la guerra y la confrontación. Un momento que suponía la transición a la democracia.

En aquel entonces, Darío Lara era un joven que estudiaba Letras y daba clases de literatura. Pertenecía a un círculo literario denominado Xibalbá, fundado en 1985, en la Universidad de El Salvador. Darío Lara asegura que eran jóvenes de izquierda, haciendo poesía en pleno conflicto armado, cuando las balas azotaban con furia. Algunos de sus compañeros se sumaron a la guerrilla y les tocó escribir desde las trincheras. Otros anduvieron a salto de mata, esquivando la muerte, hasta que se firmó la paz en enero de 1992. Entonces hubo una suerte de renacimiento y el entusiasmo floreció por todos lados. Muchos intelectuales retornaron al país con la idea reconstruir una nación resquebrajada por años de confrontación y guerra.

Darío Lara recuerda que antes de entrevistarse con Roberto Armijo se encontró, en Guazapa, con el comandante Schafik Hándal, quien había descendido de las montañas con sus tropas guerrilleras para iniciar la desmovilización. Darío Lara andaba reporteando con su amigo Luis Alvarenga, otro poeta joven, con quien hacía un programa cultural para la radio Farabundo Martí.

— Me le acerqué a Schafik y le pregunté que cuál era el proyecto cultural del FMLN, porque nuestro sueño era crear un canal de televisión, crear una radio, crear un periódico, porque el periódico del Partido Comunista Salvadoreño se hacía en México y nuestra idea era fortalecer los medios de comunicación. Nosotros creíamos en esos proyectos.

— ¿Y cuál fue la respuesta de Schafik?

— Que no había nada. Absolutamente nada. Puta, le dije a Luis, entonces hay que ver qué hacemos para vivir. Yo me acababa de divorciar. Tenía inconclusa la carrera, había andado dando clases como profesor en colegios. Pero por andar en eso se nos había ido parte de los años de juventud.

Meses después, Darío Lara supo del regreso de Roberto Armijo. Consiguió su número telefónico. Llamó. Concertó una entrevista y habló con dos amigos para que lo acompañaran: uno era Luis Alvarenga y el otro un fotógrafo llamado Julio Ávalos.

— Nos recibió con una gran amabilidad. Lo recuerdo cansado, con sobrepeso. Tosía mucho. Le costaba hablar. Me sorprendió su cabellera, alborotada y encanecida al igual que su barba—me dice Darío Lara, casi treinta años después, en un restaurante de Santa Tecla, donde me muestra un álbum repleto de fotografías de ese encuentro. Las observo detenidamente. Hay una que me sorprende:  Armijo reposa en una silla blanca, imponente, con su pierna derecha cruzada sobre la izquierda, mientras Darío Lara graba la entrevista. En ese entonces tenía 26 años. Ahora, mientras conversamos, mayo del 2021, recién ha cumplido 56 y de su cabellera han brotado canas. Al final de la plática me entrega un disco con una condición: devolverlo tan pronto como lo escuche. En seguida descubro que es la entrevista con Roberto Armijo. Acepto. Minutos después nos despedimos.

De izquierda a derecha: Roberto Armijo, Álvaro Darío Lara y Luis Alvarenga. FOTO: cortesía Darío Lara.

4

No.
Los años sesenta no fueron fáciles para los intelectuales.
Ni para los de izquierda. Ni para los de derecha. Ni para los centristas.
La Guerra Fría estaba en su esplendor y las batallas ideológicas eran cotidianas.
Roberto Armijo, y sus compañeros de generación, afiliados al Partido Comunista Salvadoreño, se convencieron de que para derrotar a los militares y a los oligarcas que los mantenían en el poder, no bastaba con crear partidos políticos y participar en elecciones. Ese era un camino que había que agotarse: aunque fuera difícil, duro, casi imposible. Sobre todo porque los comunistas estaban prescritos por las leyes salvadoreñas y todo vehículo electoral que utilizaban era bloqueado. Anulado totalmente. Esa había sido la experiencia con el Partido Revolucionario Abril y Mayo (PRAM), creado por los comunistas en 1959, del cual Armijo y sus amigos habían sido propagandistas. La Revolución Cubana, sin embargo, les había enseñado otro camino: el camino de las armas. Entre 1961 y 1962 decenas de comunistas fueron enviados a Cuba para recibir cursos completos de guerra de guerrillas.

Armijo se quedó en El Salvador: conspirando y escribiendo, escribiendo y conspirando. Haciendo trabajo político con sus compañeros del partido. Sí. Pero también haciendo literatura, haciendo revistas. Escribiendo. Debatiendo. Siempre con sus compañeros de generación, que además eran sus compañeros de militancia comunista. Pero también polemizando con los adversarios y definiendo sus posturas. En febrero de 1963, en una conferencia pronunciada en el Paraninfo Universitario, Armijo aclaró sus ideas y las ideas que compartía con sus compañeros de generación. Pensaba, entre otras cosas, que los críticos se habían extraviado en peligrosos laberintos, no solo porque mezclaban conceptos desastrosamente, sino porque confundían una cosa con la otra. No. Ellos no eran poetas en función social, mucho menos existencialistas.

Roberto les aclaró que no era lo mismo el arte comprometido, inventado por los existencialistas franceses de posguerra, con Jean-Paul Sartre a la cabeza, que la poesía en función social, surgida con los poetas románticos, específicamente con los ingleses Wordsworth y Coleridge, quienes en un principio fueron grandes entusiastas de la Revolución Francesa, pero luego, con el terror inaugurado por los jacobinos, la combatieron con fuerza,  no solo a la Revolución, sino también las injusticias sociales de esa época. Entonces: no era lo mismo arte comprometido, nacido a mediados del siglo veinte, que poesía en función social, nacida a inicios del siglo diecinueve. Y tampoco era lo mismo el arte partidista que el arte comprometido. Y tampoco era lo mismo el arte partidista que la poesía en función social. El arte partidista —enfatizó Armijo— tenía sus raíces en la Revolución Rusa, liderada por Lenin, en 1917. El arte partidista, por lo tanto, era fruto del Realismo Socialista, una ideología que tenía su base filosófica en el pensamiento de Karl Marx y en el pensamiento de Lenin. Es decir: en el marxismo-leninismo; no en el existencialismo de Sartre, ni en el romanticismo de Wordsworth y Coleridge. Por eso Roberto no entendía por qué los críticos les llamaban izquierdistas con ideas existencialistas que escribían poesía social.

Es cierto que su generación había sido autodenominada Generación Comprometida, en 1956, por un amigo suyo llamado Ítalo López Vallecillos, un poeta que dos años antes había regresado de España, donde había estudiado periodismo y había leído a los existencialistas franceses. Pero para Armijo esa autodenominación de poetas comprometidos había sido una ligereza, una explosión de entusiasmo, porque no se le podía calificar a una generación de comprometida cuando no existía una obra comprometida: «¿Comprometida con qué? ¿Con el pueblo, con un movimiento filosófico o con una ideología revolucionaria?», cuestionaba Armijo, quien, además, creía que los existencialistas eran una élite de artistas que pretendían una transformación social, pero que eran incapaces de llegar hasta las últimas consecuencias para alcanzar sus ideales: «Tocan la superficie, defienden la integridad de la justicia, de la libertad; pero irremediablemente por su miedo de profundizar, de tocar la llaga real del problema, y por su estar y no estar a gusto con el régimen burgués, echan pie atrás cuando miran que el proletario lucha por la revolución», criticaba Armijo, quien, además, creía que los poetas románticos eran una fuente de inspiración, sobre todo por haber elevado sus voces contra las injusticias que sufrían los trabajadores en plena revolución industrial. Eso era admirable. Muy admirable. Porque recoger los elementos de la realidad para elaborar una obra de arte era una gran lección. Pero no se lo habían inventado ellos. Y tampoco podía ser una meta. Armijo pensaba que los tiempos demandaban algo más que una actitud de tibieza. Por eso, a su criterio, más que la poesía social, o más que el existencialismo, abrazaban el Realismo Socialista, a pesar de que muchos críticos lo catalogaban como una orientación artística sectaria, dogmática, que obligaba al escritor a una militancia inspirada únicamente en temas propagandísticos. «No, señores, el Realismo Socialista es una actitud vitalizadora, lúcida, enemiga de toda metafísica, dialéctica en su esencia y en su espíritu», esgrimía Armijo, quien, además, aseguraba que su generación había encarnado, pese a todo, y contra todo, esa ideología: «Casi todos nosotros hemos sufrido las vicisitudes políticas del medio, ya que por nuestras ideas defensoras de la libertad, de la democracia y la justicia, nos hemos visto perseguidos, en exilio, y sufriendo en diversas ocasiones largos encierros (…) Nosotros, modestia aparte, hemos defendido con peligro de nuestras vidas, nuestros ideales. Y como testimonio fehaciente ahí están Tirso Canales, en la cárcel; Roque Dalton, en el exilio; y nosotros viviendo ese sobresalto cotidiano por la estrecha vigilancia policíaca y los exilios que en diversas oportunidades hemos sufrido».

Armijo rompería años después con los comunistas.
Y se alejaría del Realismo Socialista.
Y se acercaría más a la socialdemocracia.
Y ante los problemas sociales de El Salvador, más que una solución violenta, propondría una solución pacífica. Negociada. Como finalmente ocurrió en 1992.

Roberto Armijo. FOTO: Co-Latino, Marzo 2000. Consultado en Biblioteca Nacional de El Salvador.

5

Tose. Mientras lee un poema. Tose. Mientras contesta preguntas. Tose. En la grabación se escucha que tose. Una y otra vez. Fuerte. Hasta el cansancio. Tose. Es el asma del Leviatán que ha regresado a El Salvador. Es Roberto Armijo conversando, una tarde de agosto de 1992, en la casa de su suegro, con dos jóvenes poetas y un fotógrafo.

Armijo está convencido de que el país vive un momento inédito, de oportunidades, donde se debe librar una batalla cultural, estratégica, inteligente, en la que el juego de ideas es imprescindible. Por eso les dice que para sentar las bases de una verdadera democracia se debe poner al centro la cultura: no solo la cultura elitista —de los artistas y filósofos—, sino también la cultura de lo simple y lo cotidiano: «Cuando un campesino siembra el grano, y lo cuida, y lo cosecha, está haciendo cultura; cuando el zapatero hace los zapatos, está haciendo cultura; cuando el ciudadano es consciente de sus derechos y responsabilidades, está haciendo cultura. Pero no puede haber democracia en este país mientras no se sienten las bases de la importancia que tiene la cultura en la vida cotidiana», les dice Armijo, quien también les dice que la batalla se debe de plantar con esfuerzo y dedicación, con responsabilidad y constancia, sin esperar nada de políticos y gobiernos. Urge crear una maquinaria mediática. Una ventana para el juego de ideas. Una alternativa para romper con el monopolio de los medios tradicionales: «La izquierda o las fuerzas progresistas deben de tener conciencia de que, en este vacío, es fundamental fundar un gran periódico, crear grandes órganos de publicidad, de comunicación, para poder ejercer desde ya una acción crítica de los periódicos y programas de televisión que desinforman», les dice Armijo, quien también les dice que los intelectuales, los poetas, los artistas, deben unirse y dejar las diferencias de lado. Deben de abandonar el maniqueísmo desmesurado, el sectarismo ideológico. Deben abandonar la mentalidad de guerra fría: «Vivimos una época de cambio, donde están pasando cosas extraordinarias y hay que abrir el coco. Hoy mismo me dijeron cosmopolita derechizado. A mí no me pueden decir eso, carajo. El hecho que yo exprese que no puedo estar con Fidel Castro, porque es un régimen despótico y totalitario de izquierda, eso no significa que soy un reaccionario (…) Esa figura (Fidel Castro) es un dictador, un déspota que tiene que hacer mutis para el bien de su pueblo y el bien de todos los procesos revolucionarios latinoamericanos. Tiene que irse», les dice Armijo, quien también les dice que tener ideas diferentes no debe ser motivo de descalificación. Ahora son otros tiempos. Tiempos para unirse, para crear, para avanzar hacia un Estado democrático, donde no se dinamiten imprentas ni se le persiga a nadie por su manera de pensar.

Tose.  Sigue tosiendo.

En la grabación también se escucha a Luis Alvarenga contar sobre un viaje a Nicaragua después de que los sandinistas perdieron el poder en febrero de 1990. Viajaron con el entusiasmo de conocer los cambios que la Revolución Sandinista había realizado. Pero el entusiasmo se desmoronó cuando hablaron con los jóvenes poetas nicaragüenses. Estaban desilusionados. Desencantados. No solo porque durante los once años que duró la revolución se había creado una espantosa cultura oficial, sino porque el sectarismo de los sandinistas los había expulsado hacia las páginas de los medios tradicionales de derecha. Ahora publicaban en el suplemento cultural que Carlos Martínez Rivas coordinaba en el periódico La Prensa.

Tose. Es el asma. El asma de Leviatán. El asma de Roberto Armijo.

Los sandinistas llegaron al poder a través de las armas en 1979.
Un año después estalló la guerra en El Salvador.
En 1990, con el fin de la Guerra Fría, los sandinistas aceptaron realizar elecciones y perdieron. Habían estado once años en el gobierno, habían combatido —con el respaldo de la Unión Soviética— a los contrarrevolucionarios financiados por los Estados Unidos.
En 1992, tras doce años de guerra, la guerrilla salvadoreña y el gobierno pactaron la paz.
El presidente Alfredo Cristiani, un millonario de la derecha liberal, estaba convencido de que, para echar andar su proyecto económico, basado principalmente en privatizaciones, era necesario iniciar un proceso de democratización.
Los guerrilleros salvadoreños, a diferencia de los guerrilleros nicaragüenses, se convirtieron en políticos a través de un acuerdo de paz.
Los guerrilleros nicaragüenses, por su parte, se hicieron políticos por medio de las armas. Pero cuando aceptaron ir a elecciones y perdieron, se fueron en medio de un escándalo de corrupción.

Darío Lara recuerda que, por esos días, cuando los sandinistas recién habían perdido el poder, los poetas de Xibalbá fueron invitados a un festival de poesía en Estelí.

— Fue un viaje bien accidentado. Nos fuimos hasta Nicaragua haciendo autostop. Todavía recuerdo que con Luis Alvarenga abordamos un busito que nos dejó en la frontera de El Salvador-Honduras. En Honduras comenzó la travesía. Nos subimos a unas enormes rastras, a vehículos que llevaban fruta. También en camiones que transportaban cerdos. Fue una cosa tremenda. Recuerdo que nos subimos a los barandales y alejamos las trompas de los cerdos con los pies —asegura Darío Lara, muchos años después, en la sala de su casa: una casa con las paredes tapizadas de pinturas y retratos.

— ¿Qué se encontraron en Nicaragua?

— Cosas buenas y cosas no tan buenas. Recuerdo que fuimos al centro de Managua, a la Managua destruida, al Bunker de Somoza, al monumento de Carlos Fonseca Amador. También fuimos al museo Julio Cortázar. En fin, cosas buenas. Pero también nos encontramos con un país destruido: carreteras destrozadas, gente empobrecida. Para mí fue impactante encontrarme en el centro de Managua a un hombre con una carreta de fuerza. En las paredes todavía había pintas del Frente Sandinista contra Somoza.

— ¿Cómo veían los nicaragüenses a su país?

— En términos generales había un malestar con los sandinistas. Primero porque no habían logrado una recuperación económica. Segundo porque el país estaba más empobrecido. Nosotros hablábamos con la gente. Algunos decían que habían vivido mejor en la época de Somoza que en los tiempos del sandinismo. Pero hay que entender el boicot económico a Nicaragua por parte de los Estados Unidos. Hay que entender la guerra que inoculó la administración de Ronald Reagan con los contras. No fue nada fácil.

— ¿Y los poetas jóvenes nicaragüenses?

— Ellos estaban desencantados con los sandinistas. Se referían a los escritores de la revolución como las vacas sagradas, porque no hubo diálogo con las nuevas voces. Las nuevas voces tuvieron más acogida en medios tradicionales y conservadores. Además, la revolución lo había uniformado todo. Había enseñado a leer y a escribir, en grandes jornadas de alfabetización, con frases ideológicas. Las cartillas de alfabetización eran contra el imperio yankee. También hubo un fuerte rechazo al reclutamiento forzoso que hizo el sandinismo en la lucha con los Contra. Eso trajo mucho rechazo por parte de los jóvenes. Porque los jóvenes no querían ir a pelear una guerra a la que eran enviados como carne de cañón. Una tercera cosa fue la corrupción. Hubo una clase política que se repartió el botín de los despojos de Somoza. Fue lo que los nicas le llamaron la Piñata. Eso también generó bastante indignación.

Tose. Tose. Tose.

«La corrupción que hubo en Nicaragua fue horrible. Comandantes que se repartieron la riqueza nacional, que se quedaron con fondos de la ayuda internacional. Ahora son ricos: con carros y casas en el centro de Managua. Eso no puede ser», les dice Armijo a los dos poetas y al fotógrafo, en la casa de su suegro, donde también les reitera que la unidad es clave para la lucha de ideas: «Hay que dejar de lado las pequeñas diferencias, porque sino nos van a comer el mandado. Nos vamos a joder. Esta es una revolución negociada. Una oportunidad casi milagrosa».

6

Fue a finales de los años sesenta. Ana María no recuerda el año exacto. Lo que sí recuerda es que por entonces estaba de moda el filósofo Herbert Marcuse. Ella recién había regresado de California, de la Universidad de Santa Clara, donde había estudiado sociología y había comenzado a leer Eros y civilización, un libro que la había deslumbrado pero que había extraviado en el viaje de regreso.

— Me dijeron que el único lugar donde podía hallarlo era en la Librería Universitaria. Ahí conocí a Roberto. Él dirigía la Librería Universitaria. Yo no sabía quién era. Recuerdo que me atendió y me dijo que tenía dos copias: una para la biblioteca de la universidad y otra de él. Me dijo que me iba a prestar la de él. Pero yo no sabía quién era.

Ana María recuerda que por entonces comenzó a trabajar en Televisión Educativa, un novedoso proyecto que el dramaturgo Walter Béneke había comenzado a proponer en 1961, cuando se desempeñaba como embajador en Japón, pero que había materializado en 1968, cuando fue nombrado ministro de Educación. Lo novedoso era la introducción de televisores en las escuelas, como se hacía en Japón, para que los estudiantes recibieran sus clases.

— De Televisión Educativa me iba a la Universidad de El Salvador, donde era instructora de unos profesores argentinos que habían fundado el Departamento de Sociología, Daniel Slutzky y Esther Alonso. En la universidad también recibía clases de francés, porque ya me estaba preparando para irme a París. Ahí llegaba Roberto con los otros poetas. Ahí nos hicimos amigos.

En esos años, finales de los sesenta, Armijo dirigía la Librería Universitaria.
Los militares seguían gobernando a punta de balas y fraudes electorales.

David Hernández, quien por entonces era un estudiante de secundaria, recuerda que al terminar sus clases en el instituto corría hacia la Librería Universitaria, no solo porque Armijo le prestaba libros, sino porque le hablaba de poetas chinos y griegos. Le mostraba un océano literario desconocido para él, quien, con 14 años recién cumplidos, sentía una inclinación feroz por la escritura. Desde entonces comenzaron una amistad que se mantendría con el tiempo y la distancia.

En 1970, Armijo fue becado por la Universidad de El Salvador para estudiar teatro en Francia. En París se encontró con Ana María, con quien comenzó una relación al poco tiempo. En 1972 los militares invadieron la universidad y expulsaron del país a casi todos los académicos. Los acusaron de comunistas, de promover la subversión. Las cosas se complicaron: Armijo se quedó varado, sin dinero para sobrevivir. Entonces pensó irse para Chile con Ana María. Pero Miguel Ángel Asturias, a quien había conocido en El Salvador en 1954, le aconsejó que no lo hiciera porque Pablo Neruda le había dicho que los militares, más temprano que tarde, iban a derrocar al presidente Salvador Allende.

Asturias, que para esas alturas del Siglo 20 ya era una eminencia —ganó el Nobel de Literatura en 1967— le tendió una mano consiguiéndole una plaza como profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Nanterre.

Ana María recuerda esos años entre risas y nostalgias:

— Roberto era muy amigo de Miguel Ángel Asturias. Lo visitaba con frecuencia. Julio Cortázar también se frecuentaba con Roberto. A veces le llamaba y le decía: hoy he amanecido con ganas de comer tripa. Y Roberto, que eran un gran cocinero, le preparaba una tripa deliciosa.

— ¿Y cómo se convirtió en profesor universitario?

— Miguel Ángel tenía un amigo que era como el decano de la Facultad de Literatura y le dijo a Roberto: ve a hablar que te van a entrevistar. Alfredo Bryce Echenique, quien era encargado de cursos, se estaba mudando a España y quedaba libre su puesto. Entonces Roberto fue a la entrevista y los académicos franceses quedaron apantallados por la vastedad de conocimiento de literatura universal. Ahí, en la Universidad de Nanterre, dio clases hasta su muerte.

Ana María, también por consejo de Asturias —según su relato— se quedó en París.

— Una tarde me llamó por teléfono y me pidió que no me fuera para Chile. Me ofreció conseguirme trabajo. Y así lo hizo. A los días me volvió a llamar para decirme que me presentara en la casa de Edita Morris, una escritora sueca, amiga de él, que provenía de una familia aristocrática. Yo debía darle clases de español porque ella iba a viajar por América del Sur y Cuba. Nos hicimos muy amigas. Llegaba a su casa en motocicleta y le dada las clases de cinco a seis de la tarde. A las seis abría una botella de champagne y bebíamos. Regresaba a mi casa, en motocicleta, toda mareada. ¡Jajaja!

En 1977, David Hernández, el amigo adolescente de Armijo, quien para entonces ya no era un adolescente, hizo maletas para viajar a la Unión Soviética: la Universidad de El Salvador lo becó para continuar con sus estudios en Ingeniería Agronómica. Hernández asegura que cuando llegó a Moscú, los soviéticos le dijeron que en esa región no cultivaban café, pero que lo enviarían a Tayikistán, un país ubicado entre la frontera de China y Afganistán, donde se cultivaba abundante algodón. Ahí estuvo un año. Luego fue enviado a Kiev para estudiar el cultivo de maíz. Ahí estuvo cinco años. Hernández dice que en ese tiempo retomó el contacto con Armijo.

— Le escribí varias cartas. Él se acuerda de mí y me contesta. Le empiezo a mandar poemas y él me manda sus libros. Le hago algunas traducciones al ruso. Recuerdo que sus cartas me llegaban abiertas, porque los soviéticos lo revisaban todo. Lo leían todo. Eso me generó problemas y reclamos.

— ¿Por qué?

— Porque en algunas cartas me decía que la Unión Soviética estaba mal. En ese momento yo no lograba dimensionar sus palabras. Pero Roberto estaba bien actualizado, porque en Francia, en toda Europa Occidental, se estaba dando el debate del Socialismo Real. Estoy hablando que nos carteábamos en 1982-1983, y él me decía que el Socialismo Real era un fracaso y que la Unión Soviética iba a desaparecer.

— ¿Usted qué pensaba?

— Yo tenía alguna información, porque me había casado con una ciudadana ucraniana que era hija de un ministro. Ahí me doy cuenta de que hay una nueva clase. Años después decidí irme para Italia. Pero como iba borracho, el tren me llevó a Berlín comunista. Al despertarme me di cuenta dónde estaba. En esa época ya conocía bien Europa Oriental y Occidental, excepto Albania. Entonces compré el billete de metro que valía un marco alemán y pasé a la otra Alemania.

David Hernández junto a Roberto Armijo en París. FOTO: cortesía David Hernández.

Ahí, en la otra Alemania, en la Alemania Occidental, Hernández asegura que comenzó un doctorado en ciencias agronómicas, pero que, aburrido de trabajar como agrónomo, empezó a estudiar filología germánica gracias a una beca. Quería dedicarse a la escritura y volvió a contactar a Armijo, quien lo invitó a París. En París se reunieron para conversar horas y horas.

— Armijo recordaba mucho la ayuda que Asturias le había dado cuando se quedó en París, sin beca y sin dinero. En ese tiempo Asturias era el embajador de Guatemala en Francia, también estaba Neruda como embajador de Chile y Alejo Carpentier como embajador de Cuba. También Mario Vargas Llosa, pero la relación de Roberto con la gente del Boom es un tanto distante porque Roberto era muy amigo de Asturias y Asturias era enemigo de esa pandilla. Hasta el final de sus días Roberto no quería a García Márquez por invisibilizar a Asturias.

— Entiendo que Armijo renunció a escribir poesía durante cinco años para convertirse embajador de la guerrilla salvadoreña en París.

— Roberto era el secretario de asuntos latinoamericanos de Danielle Mitterrand, esposa del presidente François Mitterrand. Ella era más de izquierda, más militante. Se encargaba de los países del tercer mundo. Ahí también estaba Regis Debray, quien era asesor directo del presidente Mitterrand, y amigo de Roberto hasta que un día, un poco a verga, se terminaron peleando. También estaba el güero Castañeda, hijo del embajador mexicano Jorge Castañeda, quien fue uno de los que ideó la Declaración Franco-Mexicana, la cual reconoció a la guerrilla salvadoreña como una fuerza representativa. Esa babosada la coquean el Güero, Roberto Armijo y Regis Debray.

Ana María recuerda que Armijo tenía una oficina en París, a pocos pasos del museo Pompidou, donde, durante los años ochenta, realizó un incansable trabajo diplomático y de solidaridad con la guerrilla salvadoreña. Había aceptado ser el representante del FMLN-FDR en Francia y aprovechó su amistad con Danielle Mitterrand, a quien asesoraba en temas latinoamericanos, para impulsar una serie de iniciativas, sobre todo cuando, en 1981, François Mitterrand ganó las elecciones presidenciales:

— El día que ganó Mitterrand yo estaba regresando de Grecia, porque yo era la representante en Grecia. Llegué a la casa y el teléfono sonaba y sonaba. Contesté. Era Danielle, eufórica, quien llamaba a Roberto para decirle que habían ganado. Pero Roberto estaba en algún lugar celebrando.

— ¿Y qué tipo de trabajo realizaba Armijo?

— Era representante del Frente y realizaba, digamos, mucho trabajo de solidaridad por El Salvador. Era increíble. En una ocasión salió un millón de personas a manifestarse a favor de El Salvador en toda Francia. ¡Un millón de personas! Todo un movimiento de solidaridad con El Salvador por la intervención de los Estados Unidos. A veces pienso: ¡Qué desperdicio! Otras veces me digo: ¡Ay, Roberto, al menos esto no lo viste! Porque la paz de esta manera no.

— ¿Qué proponía Armijo ante el conflicto salvadoreño?

— Él creía que tenía que haber un acuerdo político. Él no pensaba en victorias militares. Se lo decía, incluso, a gente que estaba dirigiendo la guerra. Les decía: no se dan cuenta que están luchando contra el imperio. Él creía que se necesitaba una negociación, una solución política al conflicto de El Salvador, y tenía que ser lo más pronto posible para evitar más derramamiento de sangre.

David Hernández recuerda que cuando visitaba a Armijo en París conversaban hasta altas horas de la noche. A veces se quedaba a dormir en su biblioteca: una enorme habitación repleta de libros. En enero de 1990, lo invitó a Alemania para discutir su novela El asma de Leviatán con intelectuales europeos. Armijo también dio recitales de poesía en la Oficina Cultural del Gobierno de la Baja Sajonia y luego en Hannover, en el Círculo Cultural, durante el Diálogo Literario Mundial. En esa visita, Hernández le hizo una serie de entrevistas que culminaron, diez meses después, en París. Hablaron de todo. De literatura. De política. De historia.

Entre otras cosas, Armijo le dijo a Hernández que desde los años cincuenta los poetas de su generación fueron parte de una inagotable búsqueda de la identidad nacional, porque, al igual que en ese momento, vivieron una época de transición y pretendieron desmitificar la historia para construir una mejor nación: «Hemos sido tan destruidos, tan conmovidos por una violencia, donde el papel de los poetas, de los intelectuales, debe ser ayudar en los caminos de la estructuración de la identidad. En ese sentido yo he sido un gran defensor y he hecho mucho para que a don Francisco Gavidia se le dé el valor que merece. Don Francisco Gavidia es el gran poeta, el gran intelectual que se da cuenta de que en El Salvador no hay nada y que es necesario crear las bases de una literatura nacional, fundada en los elementos dados por la historia y la tradición salvadoreña. Don Francisco tiene un teatro fundamental, una narrativa extraordinaria, una poesía poderosa, una ensayística genial. ¿Y qué sucedió? La intelectualidad salvadoreña no siguió esos pasos», le dice Armijo a David Hernández, quien aprovecha para pedirle —«ahora que todos los mitos se resquebrajan, que todas las utopías mueren, que todos los muros se derrumban»— que hable de algunos temas espinosos como el suicidio Salvador Cayetano Carpio, fundador de la guerrilla salvadoreña, y el asesinato de Roque Dalton, amigo y compañero de generación ejecutado por sus propios camaradas de célula en mayo de 1975: «Mira, yo conocí a Salvador Cayetano Carpio mucho. Muchísimo. Inclusive yo le ponía las inyecciones porque él era asmático. Su hija vivía cerca de mi casa y cuando él se ponía mal, a mí me llamaba, porque él vivía en una clandestinidad profunda. Entonces yo le ponía las inyecciones. Tenía una gran amistad con él. Yo creo que Cayetano no dio la orden para asesinar a Ana María. Es víctima de un problema tan complejo, como es compleja la historia de la política en El Salvador. Y yo, cuando me recuerdo de él, lo recuerdo con mucho respeto. Tarde o temprano la historia lo va a aclarar todo y la personalidad de Cayetano tendrá un lugar entre nuestros héroes, nuestros luchadores, nuestras grandes personalidades que han combatido en el país por algo (…) Es muy triste todo lo que pasó. Pero esa cuestión de mezclar a Salvador como el autor intelectual de todo, yo no lo acepto como poeta que soy, como tampoco acepto que Roque haya sido alguna vez agente de la CIA y que por eso lo mató la gente del ERP», le dice Armijo, quien también habla de la inminente extinción de la Unión Soviética y el fracaso del Socialismo Real: «Ahí ha sucedido el fracaso de un gran proyecto, de un sistema: el Socialismo Real, que ha mostrado su total fracaso. Creo que también los poetas han sido intoxicados con una ideología que ha demostrado su ineficacia, que ha demostrado su perversión intelectual. Y te diré, además, que nosotros no queremos nada parecido en Latinoamérica. Tenemos que buscar un camino original», le dice Armijo, quien, además, se pronuncia en contra el capitalismo y el libre mercado: «Ahora se habla de la libertad de mercado, de todas esas cosas. Creo que estamos en el umbral de cambios imprevisibles. En cuanto al liberalismo, puta, si ya lo hemos conocido en América Latina, en el mundo, y sabemos lo que es. Ahora es un lujo y una moda ser de derechas. Ellos dicen: nosotros teníamos la razón, teníamos la verdad. Pero no se dan cuenta que el imperialismo significa colonialismo, neocolonialismo, despojos, deuda externa, sociedad de consumo. Es una situación muy difícil y los poetas tenemos que estar muy atentos», le dice Armijo, quien también critica a la oligarquía salvadoreña por construir, en ese momento, un modelo neoliberal: «Me parece que el capitalismo es una perversión estructural y los poetas debemos estar muy atentos, estar vigilantes, porque los oligarcas son enemigos, son los que tienen a millones de salvadoreños en la opresión, los que han llevado al país a la guerra civil, los que han asesinado poetas, obreros, campesinos, mujeres y niños inocentes, los que tienen campos de refugiados en el interior del país y los culpables de todos los refugiados salvadoreños en todo el mundo. No. Tampoco es que ellos tengan la razón. Ellos están hablando porque les conviene, porque desgraciadamente vino el fracaso de una utopía. Pero eso no significa el fin», le dice Armijo, quien, además, aprovecha para hablar de su vida parisina: «Yo llevo una vida muy hogareña. Está la universidad y el resto del tiempo dedicado a leer. Y, fundamentalmente, soñando y pensando en un futuro mejor para mi país».

Dos años después, Armijo regresaría a El Salvador.
Pero no solo él. También otros intelectuales.
Otros intelectuales cargados de ideas y entusiasmos.

En la biblioteca de Roberto Armijo. FOTO: cortesía David Hernández.

SEGUNDA PARTE: Los intelectuales y la orfandad de las ideas

Luis Canizalez

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