El 4 de marzo de 2024, como ya todos lo sabemos, Nayib Armando Bukele Ortez consumó su antiguo y codicioso plan de usurpar la silla de la Presidencia de la República de El Salvador por tiempo indefinido. Ya nada ni nadie podrá detenerlo, al menos no en un tiempo ni espacio previsibles, de seguir acelerada y laboriosamente las huellas de quienes muy seguramente él y su hermano Karim consideran modelos dignos de imitación, algunos de los cuales ya trascendieron a los círculos más profundos de otras existencias: Ortega, Chávez-Maduro, Erdogán, Putin, Orbán, Castro, Fujimori, entre otros deshonrosos especímenes.
Debemos asumir como un hecho que después del 1 de junio, si no es que antes, el plan más urgente para la fracción de Nuevas Ideas será reformar la Constitución y establecer la reelección presidencial indefinida para que sus amos puedan encanecer en el poder. Y quizá hasta para reducir el territorio del Estado y entregárselo a empresas que nos despojarán de los pocos recursos que nos quedan.
Ya nada nos sorprende. Cuando los gobernantes someten las leyes a la politiquería muy poco queda por hacer. No hay contrapesos. Ni controles, ni límites. Y eso es lo que ha hecho Nayib Bukele: pulverizar la legalidad y usurpar todos los poderes del Estado. Sí. Porque la legitimidad que tanto cacarea es una farsa que tiene a su base —además de la aniquilación del balance institucional— la demolición, de hecho, de al menos seis artículos de la Constitución que le impedían continuar en el poder.
Entonces no nos confundamos. La popularidad es una cosa. La legitimidad es otra. La primera es discutible. La segunda es una argucia que no tiene base legal, pero que él y su caterva de monigotes han convertido en uno de los pasajes favoritos de su evangelio sacrílego.
Por eso estábamos conscientes de que las elecciones de este domingo eran un mero trámite. Lo que no nos esperábamos es que estuvieran repletas de burdas irregularidades. Las múltiples denuncias son escandalosas. En un país medianamente democrático hubiesen significado un maremoto político. Pero aquí ya nos acostumbramos a que no suceda nada.
El conteo de los votos comenzó a las 6 de la tarde. A la 1 de la madrugada no teníamos resultados preliminares. Lo único que sabíamos, con el 30 por ciento de las actas escrutadas, es que había más votos que electores. En algunos centros de votación se quedaron sin energía eléctrica. El internet fue deficiente y el sistema informático colapsó. No hubo suficientes computadoras para procesar las actas y el registro se terminó haciendo manualmente.
¿Qué fue lo que sucedió? Los magistrados del Tribunal Supremo Electoral (TSE) no lo supieron explicar. Al inicio únicamente brindaron una conferencia que dejó más dudas que respuestas. Luego dos de ellos (Noel Orellana y Guillermo Wellman) accedieron a contestar algunas interrogantes. A Wellman le falló el cálculo y la improvisación: no solo llamó dos veces presidente a Nayib Bukele, sino que afirmó que la Constitución de la República validaba su candidatura presidencial. Luego de eso, a pesar de que habían anunciado una segunda conferencia para la media noche, no volvieron a aparecer. Mientras tanto los periodistas esperaban en una sala donde habían instalado una pantalla en la que supuestamente transmitirían el conteo de votos. Pero la pantalla se quedó en blanco toda la noche.
Este lunes por la tarde, los magistrados reconocieron que el escrutinio fue un fracaso.
Los principales problemas, según ellos, se dieron en el procesamiento de votos para diputados. Recordemos que durante la campaña electoral la mayor preocupación de Bukele fue suplicar el voto para los candidatos a diputados de su partido. En fin: nada nos extrañaría el manoseo electoral. En un país autoritario que ha destruido todas las instituciones es algo normal.
No sabemos qué hay detrás de todo esto. Lo que sí sabemos es que el procesamiento de votos ha sido accidentado, opaco, poco transparente. Y que con la reelección de Bukele, en medio de todas estas irregularidades, hemos vuelto a caer a los más oscuros fondos del autoritarismo salvadoreño.
Bukele y sus coristas seguirán repitiendo con cinismo que El Salvador es un país próspero y democrático. Eso no importa. Es parte de los autócratas. Recordemos que todos los presidentes militares, en el siglo pasado, se autoproclamaron demócratas. Todos. Hasta el más asesino de ellos. Que el general Hernández Martínez abrazara valores democráticos es tan risible como que Bukele diga que ha roto «todos los récords de todas las democracias en toda la historia del mundo». Fantasías tragables solo para quienes nacieron con el neocórtex incrustado junto al plexo hemorroidal interno.
El Salvador nunca ha vivido en una democracia plena. Firmada la paz, siguió habiendo corrupción e injusticia social. La violencia nos continuó golpeando con fuerza. Todo eso es verdad. Pero nadie puede negar que logramos interiorizar el valor de la tolerancia y dejamos de matarnos por pensar de manera diferente. Pudimos exigir cuentas a nuestros gobernantes sin temor a represalias. La tentación autoritaria sucumbió, en muchas ocasiones, gracias a algunos contrapesos y al valor de decir no.
Eso no existe más.
Desde hace un buen tiempo, pero ahora más que nunca, estamos a merced de los caprichos y locuras de un hombre y sus hermanos.
El único camino es resistir. Resistir hasta el final.