Convulsionado. Así arrancó el año 1953.
Entre un remolino de ideas que iba de un lado a otro, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, un poco al centro, pero más a los extremos. O eras comunista. O eras anticomunista. Porque en las batallas ideológicas era difícil mantener el equilibrio. Un ejemplo: en El Salvador, un tal Julio Fausto Fernández, quien había sido jefe de los comunistas en los años cuarenta, renegó del marxismo y se declaró cristiano. Otro ejemplo: en Francia, el terrible Jean Paul Sartre ―encarnación del intelectual comprometido― declaró públicamente que la izquierda independiente no podía ser organizada en contra del comunismo, porque lo importante no era que los comunistas le hubiesen llamado perro, sino sumar aliados en la lucha anticolonial. Ni militante ni espectador. Esa era la fórmula. El telón de fondo era la Guerra Fría. Una guerra tan fría que había terminado incendiando las mentalidades de todos los países, de todos los continentes, de todo el mundo. Quizá más por allá que por acá. Pero acá, en la ciudad de un diminuto país llamado El Salvador, las élites intelectuales debatían ambos casos con más furor que tibieza.
El choque ideológico, sin embargo, fue relegado a una segunda dimensión cuando los periódicos informaron sobre la condena a muerte de Amadeo Sánchez Quezada, un campesino de 24 años que había matado a tres hombres y había atentado contra otros dos. El caso provocó un escándalo. En la portada del 10 de enero de El Diario de Hoy apareció la fotografía de un hombre sin camisa, con un pañuelo enrollado en el cuello, que mostraba los tatuajes de su cuerpo a un reportero que lo entrevistaba: en su pecho tenía una calavera y en su brazo izquierdo un diablito bailando. En la segunda página había otras fotografías donde el reo aparecía sonriente, relajado, como si no sucediera nada. El titular de la nota era una frase de Sánchez Quezada: «Estoy conforme con mi muerte, pues la tengo merecida».
Las primeras notas lo presentaban como un criminal desalmado que mataba por el placer de matar. Su caso era complejo. De acuerdo con los informes de prensa, su primer crimen lo había cometido en marzo de 1947, en el municipio de Tenancingo, al acuchillar a un hombre llamado Humberto Cornejo. Pocos días después asesinó, en la misma localidad, a otro hombre identificado como José Fuentes. Los policías lo capturaron en flagrancia y un juez lo envió al penal de Cojutepeque. Ahí, en una riña, mató a Jesús Mejía. En noviembre de 1949, fue declarado culpable por un tribunal de conciencia y, un mes después, intentó asesinar en la cárcel a Danilo Alfaro. Pero eso no fue todo. El 1 de enero de 1950 trató de ultimar al reo Carmen Reyes. Las autoridades de justicia, creyendo que se trataba de un enfermo mental, lo encerraron durante dos meses en el Hospital Psiquiátrico de San Salvador. Ahí estuvo en observación: le hicieron entrevistas y exámenes psicológicos. Los peritos determinaron que no padecía de ninguna deficiencia mental, pero sí de una conducta antisocial que le provocaba reacciones de carácter impulsivo. Finalmente, el juez Segundo de Primera Instancia, Julio Díaz Sol, decidió condenarlo a muerte.
La noticia provocó un revuelo. Los periodistas llegaron al penal de Cojutepeque para entrevistarlo, pero tenían miedo de acercarse a la celda donde estaba recluido y pedían interrogarlo en la oficina del alcaide. Uno de los primeros que lo visitó fue Rodolfo Vásquez, un redactor de El Diario de Hoy que lo interrogó por sus crímenes. El recluso no negó sus delitos. Esgrimió que sus víctimas lo habían insultado y que por eso había actuado de esa manera. Relató que cuando era niño había estudiado hasta tercer grado, pero que había dejado la escuela para trabajar como jornalero y ayudar a su familia. Aseguró que no le tenía miedo a la muerte y que, si al final lo condenaban al patíbulo ―en ese momento no sabía que iba a ser fusilado, aún no le habían notificado la resolución― lo aceptaría sin ningún problema. Explicó que su único pesar era el sufrimiento provocado a sus padres. Añadió que nunca le había rezado a un santo: en primer lugar, porque no se sabía ninguna oración y, en segundo lugar, porque no creía en ellos. Concluyó diciendo que, si al final decidían fusilarlo, únicamente pediría un litro de licor, no para armarse de valor, sino porque tenía tiempo de no beber agua ardiente. «No se olvide de decir en su diario que estoy conforme con mi suerte», le dijo al reportero antes de despedirse.
Tres días después, el 12 de enero, La Prensa Gráfica publicó una fotografía donde Sánchez Quezada señalaba en un calendario la fecha de su fusilamiento. Un día antes había recibido la notificación de su condena y la había firmado con el puño firme y un cigarrillo en sus labios. La ejecución se programó para el 15 de enero. Ese día, a los ocho de la mañana, la muchedumbre se concentró afuera del centro penitenciario. Todo estaba listo. Pero, a las nueve en punto, los soldados del pelotón de fusilamiento recibieron un inesperado mensaje de la Dirección General de la Guardia Nacional en el que les indicaban que se reconcentraran con urgencia. No les dieron mayores explicaciones. Lo único que les dijeron fue que era una orden superior. Minutos después, el juez envió al joven Miguel Ángel Meléndez a informar al público sobre la suspensión del fusilamiento. El juzgador trató de comunicarse con los jefes de la Guardia Nacional, pero no obtuvo respuesta. Los reporteros se abarrotaron en la celda de Sánchez Quezada, quien, con el rostro acongojado, pidió que no lo mataran a pausas. «Deseo que me traigan más agua ardiente para entrar en calor, pues esta celda está muy fría ―suplicó―. Si me han de fusilar que lo hagan pronto. Pero que no me sigan matando a pausas. Eso me vuelve loco».
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Muertes. Muertes. Muertes.
El Salvador del Siglo 20 es una historia de violencia política y violencia social.
El torbellino de criminalidad fue la excusa que mantuvo la pena de muerte en el país durante decenas y decenas de años. Apareció por primera vez en la Constitución de 1864. Ahí se mantuvo, intacta, de constitución en constitución, de código en código, hasta que fue abolida, definitivamente, en la Constitución de 1983. El historiador Carlos Wilfredo Moreno, en su tesis Criminalidad y pena de muerte en El Salvador del siglo XX, construye un mapa de la violencia social en El Salvador del siglo pasado. Explica, entre otras cosas, que cuando Francisco Menéndez derrocó al presidente Rafael Zaldívar, en mayo de 1885, convocó a una constituyente. Entre las propuestas para la nueva Constitución estaba limitar la pena de muerte a asuntos militares. Pero todo quedó en propuesta, pues el proyecto fue engavetado. Un año después, en 1886, Menéndez convocó una a nueva constituyente. Pero en el texto final se estableció que la pena de muerte no se limitaba a lo militar, sino también a quienes cometieran «homicidio, parricidio, robo e incendio si se siguiere la muerte».
Moreno asegura que a finales de los años veinte hubo un repunte en la criminalidad. El presidente Pío Romero Bosque respondió con una serie de medidas: charlas contra el alcoholismo, limitaciones a la portación de armas y construcción de nuevas cárceles. En 1935, ya con el general Maximiliano Hernández Martínez en el poder, se flexibilizaron las condiciones para la pena de muerte y como consecuencia «hubo más fusilados». En las reformas a la Constitución que realizó Martínez ―la de 1939 y la de 1944― no se modificó el artículo que fijaba la pena de muerte. Entre 1939 y 1943, diez reos fueron ejecutados luego de ser condenados a muerte. Con el derrocamiento de Martínez hubo una pausa.
Pocos años después, en la Constitución de 1950, también se intentó limitar la pena de muerte a asuntos militares. Hubo dos diputados que votaron para suprimirla en los casos de delitos contra la vida. Uno de ellos fue el presidente de la Constituyente, Reynaldo Galindo Pohl. Pero ningún argumento fue suficiente. La mayoría de diputados del partido oficial ratificaron la pena de muerte.
A inicios de los años cincuenta hubo un nuevo repunte de crímenes. Moreno asegura que los registros oficiales de homicidios arrojaron 854 muertes en 1952. Es decir: 2,3 homicidios diarios en un país que no superaba los dos millones de habitantes. Eso, sumado al caso de Amadeo Sánchez Quezada, abrió un gran debate sobre la pena de muerte. Algunos la apoyaron. Otros la combatieron.
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Eunice Odio era una poeta costarricense que en los años cincuenta se la pasó viajando por toda Centroamérica, dando recitales de poesía, escribiendo para revistas y periódicos. En El Salvador tenía buenos amigos, pero, sobre todo, una enorme hermandad con Claudia Lars. A inicios de 1953, Eunice se encontraba en el país y debió haber seguido el caso de Amadeo Sánchez Quezada con especial interés, porque, pocos días antes de la suspensión del fusilamiento, viajó a Cojutepeque para entrevistarlo. En la entrada del centro penitenciario se presentó como periodista. A diferencia de los reporteros que temían entrevistar a Sánchez Quezada en su celda, Eunice atravesó un enorme portón y recorrió un pasillo hasta llegar al lugar donde estaba recluido. Lo encontró recostado en un petate. El comandante del presidio le advirtió que el reo no quería hablar con nadie porque no soportaba que le hicieran las mismas preguntas. Eunice insistió que quería verlo. Se aproximó a las rejas y lo llamó: le dijo que sus intenciones eran distintas y que no pretendía hacer una nota de carácter publicitario. Sánchez Quezada pareció entenderlo, se puso de pie y se acercó. Eunice notó que el hombre que tenía enfrente no tenía nada que ver con el que días atrás había hablado con los periodistas en un tono cínico y desafiante. Era otro. Lo vio agobiado. Totalmente aniquilado. En una de sus manos tenía una dulzaina. Eunice le pidió que tocara el instrumento. Sánchez Quezada colocó la dulzaina en sus labios y entonó una melodía apasionada y melancólica. Cuando la música dejó de sonar, hubo un corto silencio. Eunice le preguntó si le gustaba la música y Sánchez Quezada contestó que había aprendido a tocar la guitarra y la dulzaina durante los años que había estado en prisión. Luego le preguntó si tenía novia. El recluso bajó la vista y contestó que no se acordaba. Pero, instantes después, levantó el rostro y dijo que sí, que cuando era más joven había tenido una novia chelita, colocha, con dientes de oro. Eunice fue más allá: quiso saber si había tenido sexo con alguna mujer. La respuesta fue un rotundo no. La última pregunta fue sobre sus padres. Le pidió que le hablara de ellos. «¿No vio en los periódicos a mi tata, mi nana y hermanos? ¿No vio que pobres eran? Nunca hemos tenido nada, sino lo que trabajamos», respondió un tanto irritado. Luego guardó silencio. No dijo una palabra más. Eunice entendió que la conversación había terminado y abandonó la penitenciaría. Afuera, a la orilla de la calle, sentados en una banca, encontró a los hermanos del recluso. Se les acercó y les dijo que estaba interesada en hablar con sus padres. Le contestaron que eso no era posible porque ellos habían ido a San Salvador a pedirle al presidente Óscar Osorio que detuviera la ejecución. Entonces pidió hablar con otros familiares y se fueron rumbo a la casa de un tío de Sánchez Quezada, ubicada en un mesón del Barrio San Nicolás de Cojutepeque. La reportera se encontró con un cuadro de gente humilde, humildísima, que le hablaron sobre los años de infancia del condenado a muerte. Lo recordaron como un niño callado, apartado, que no tenía amigos ni jugaba con nadie; lo recordaron como un adolescente que se pasaba los días trabajando en una fábrica de sombreros de pita; lo recordaron como un joven que nunca había ofendido a sus padres. Por varios minutos, Eunice escuchó una historia de pobrezas y miserias. Salió del mesón con la idea de visitar al juez que había dictado la sentencia. Y así lo hizo. Horas después estaba en la oficina de un hombre de elevada estatura, moreno y ojos celestes. No perdió el tiempo. Le preguntó si creía en la pena de muerte. El jurista le contestó que no. Le dijo que, a su juicio, un asesino era un enfermo mental, y que en el caso de Sánchez Quezada se trataba de una persona con un errado concepto de la hombría. Eunice le preguntó si en el Código Penal de El Salvador se establecía que un criminal era un enfermo que debía ser apartado de la sociedad para rehabilitarle. El juez contestó que no, que las leyes salvadoreñas eran primitivas. Eunice le preguntó si no creía que las cosas tenían que cambiar y la respuesta fue que ya se estaban haciendo algunas labores para hacer reformas y mejorar el sistema de justicia. Lo cierto es que ese mismo juez, cuando se suspendió el fusilamiento de Sánchez Quezada, denunció la intervención del Ejecutivo y exigió independencia judicial.
Eunice regresó a la capital y escribió un reportaje, titulado La ley quiere que muera, con una entrada poética bastante potente. El texto inicia así: «En la más alta rama de un árbol, como puesta por los ángeles para arreglar el camino, una estrella que se adelanta a la noche, estrella prematura, brilla y señala el cielo, ordena mirar para arriba; es un gesto de Dios, una caricia incontenible que se le escapa como una mirada. El mundo es manso. Tiene estrellas, niños, álamos; vacas que pasan en manadas con sus crías por la carretera que conduce a la ciudad, pequeña y apacible, donde un hombre va a morir. El mundo es manso; casi feliz la hierba; casi hermoso el estiércol, casi dulce la piedra. Sólo el hombre es feroz. Sólo el hombre mata. Mata, mató un hombre que va a morir. Este hombre es ignorante, ha sido y es triste; no tiene casi nociones de índole moral. Nada sabe de filosofía, ni de matemáticas, ni es perito en dulzuras, ni entiende nada de jurisprudencia. Matan los peritos en jurisprudencia. Lo van a matar. Matan los peritos en dulzura porque fueron niños con juguetes, estudiantes despreocupados y alegres; hombres amados por una mujer. Lo van a matar. Matan los que se supone que entienden de todo lo que el otro no entiende nada. Lo van a matar. Todos matan. La diferencia está en que unos matan por pasiones que nadie les enseñó a controlar; sin casi saber por qué; y otros matan a sabiendas, con la autorización de esa cosa abstracta que llaman ley, quién sabe por qué; y dictaminan, unas veces de una manera y otras de otra, sobre cuestiones idénticas; pero muy gravemente, eso sí, en leyes brutales, medievales, indignas de la hermosura del hombre, que, por serlo, es sagrado y hermoso».
Luego narró la historia de Sánchez Quezada y cerró su texto con una implacable crítica: «Cierto día de estos, un heraldo ―como en la Edad Media― saldrá a la calle y por tres veces leerá una sentencia. Después seis hombres matarán a uno solo. Durante todo el día, un cadáver se estará calcinando bajo los rayos del sol. Los insectos inmundos le zumbarán, le morderán la carne desventurada. Será el cadáver de un hombre que agonizó lentamente. A quien se hizo agonizar durante días y días inenarrables. Una vez más el hombre habrá matado al hombre».
El reportaje de Eunice Odio generó reacciones de algunos intelectuales salvadoreños. Uno de ellos fue Luis Gallegos Valdés, quien catalogó de morboso el tratamiento informativo de las ejecuciones. Señaló que ese tipo de ruidos mediáticos solo servían para despertar las pasiones populares. Recordó que no era la primera vez que en El Salvador se ejecutaba a una persona por haber cometido crímenes, y que el cumplimiento de la justicia, aunque fuera terrible, tenía que ser acatado, sobre todo en un caso como el de Sánchez Quezada, quien cargaba sobre sus espaldas un costal de muertos. Pidió evitar discutir la necesidad de suprimir o no la pena de muerte, pues, en el fondo, el criminal debía pagar por sus delitos.
Claudia Lars, en cambio, defendió la tesis de su amiga y elogió el texto, no solo por la originalidad, sino por su punzante crítica al sistema de justicia salvadoreño: «El reportaje que Eunice Odio publicó en edición de este diario, con motivo de la visita que la conocida poetisa y escritora hizo a Amadeo Sánchez Quezada en su celda de condenado a muerte, fue como una terrible acusación a la sociedad salvadoreña, como una urgente llamada a la conciencia de todos nosotros. Fuera de su magnífica y novedosa calidad periodística ―tan de Eunice― para encontrar y dar vida a todo un cuadro; fuera de los matices del caso tristísimo, presentados al lector con piedad, vergüenza y ternura; fuera de todo eso, tan digno de elogio, está la culta esencia del escrito… Eunice critica el Código Penal de El Salvador ― ¡y qué bien lo critica! ― y ataca con su pluma de mujer fuerte a mucha gente que debe atacar».
Eunice hizo caso omiso de los detractores y siguió promoviendo el debate sobre la pena de muerte. Visitó a dos prominentes abogados y conversó con ellos. El resultado fue dos entrevistas publicadas con el título ¿Pena de muerte? El primer entrevistado fue Manuel Castro Ramírez, un abogado experto en derecho penal que gozaba en el gremio de bastante prestigio. Eunice lo visitó en su oficina y le hizo una serie de interrogantes que el jurista contestó mientras se fumaba un cigarrillo. Explicó que el debate sobre la pena de muerte se planteaba siempre que había un aumento de la criminalidad y que eso era precisamente lo que estaba ocurriendo en ese momento. Recordó que doce años atrás había publicado varios artículos en los cuales concluía que mientras no se mejoraran los sistemas penitenciarios era imprescindible mantener la pena de muerte en el país. Eunice lo interrumpió. Le preguntó que si, de acuerdo con esa tesis, la pena de muerte era en El Salvador una especie de sustituto de un buen sistema penitenciario. El abogado hizo un gesto afirmativo. Pero luego reconoció que mantener la pena de muerte, porque en las cárceles no sabían qué hacer con los criminales, era una fórmula desacreditada. Eunice volvió a interrumpirlo para preguntarle si en el Código Penal de El Salvador se establecía, como en los códigos de los países avanzados, que un delincuente era un sujeto peligroso que debía ser apartado de la sociedad para reeducarlo y readaptarlo. La respuesta fue que el código salvadoreño había sido calcado de los moldes de la escuela clásica y que se fijaba más en la objetividad del hecho que en la propia persona. Hubo una pausa. El entrevistado se llevó otro cigarrillo a los labios y Eunice aprovechó para cuestionarle si se había hecho algo para reformar esa ley. La respuesta fue negativa. El jurista concluyó diciendo que la pena de muerte debía ser abolida porque esa medida no acabaría nunca con el crimen, el cual, a su criterio, tenía su origen en el alcoholismo, la promiscuidad, la ignorancia y la pobreza. La segunda entrevista se la hizo al abogado Arturo Zeledón Castrillo, quien por entonces era decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de El Salvador. Eunice le planteó las mismas interrogantes y el abogado contestó que era un abolicionista convencido porque, tanto desde el punto de vista cristiano como del científico, se llegaba a la conclusión de que la pena de muerte no era la solución.
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La pena de muerte era vista como un escarnio moralizante. El ritual era horroroso. El Código Penal establecía que el reo conocía su sentencia de muerte 48 horas antes de ser ejecutado. En la mayoría de casos se les permitía la visita de un sacerdote. O de familiares. O de amigos. Luego se le trasladaba a un lugar público donde era ejecutado frente a su familia y frente a centenares de personas. El cadáver quedaba expuesto durante horas y horas. El mensaje era claro: matas-mueres.
El historiador Carlos Wilfredo Moreno señala que, aunque la pena de muerte tenía como finalidad ser un castigo ejemplar, en la mayoría de los casos las multitudes que asistían a estos espectáculos de muerte se mostraban «más conmiserativas hacia el reo condenado que hacia el crimen que se les atribuía».
El caso de Amadeo Sánchez Quezada sirvió para volver a debatir la pena de muerte. Unos estaban a favor. Otros en contra. La mayoría de políticos e intelectuales concluían que las principales causas de la violencia social eran el alcohol, las armas, la miseria y la falta de educación. De acuerdo con Moreno, la respuesta estatal contra la delincuencia fue «la criminalización de un grupo de individuos, ebrios y vagos mayoritariamente, que debieron enfrentar la persecución policial por vivir al margen de las convenciones sociales».
En enero de 1953, mientras se debatía el caso de Sánchez Quezada, un grupo de profesionales y de obreros de Santa Ana envió un documento a la Asamblea Nacional Legislativa en el que solicitaban sustituir la pena de muerte por condenas de 40 o 50 años de prisión para quienes cometieran «crímenes horrendos». También sugerían la construcción de una cárcel en las islas del Golfo de Fonseca para recluir a este tipo de criminales. Pero no hubo respuesta. Lo cierto es que durante el gobierno del presidente Óscar Osorio ―1950-1956― ocurrió algo curioso. Todos los condenados a muerte se salvaron a última hora por supuestos problemas técnicos, como la falta del pelotón de fusilamiento, integrado por miembros del Ejército, la Guardia Nacional y la Policía Nacional. ¿Qué fue lo ocurrió en verdad? No se sabe. Pero los jueces, como el que condenó a Sánchez Quezada, denunciaron una intromisión del Ejecutivo en los asuntos judiciales.
Moreno asegura que entre 1953 y 1983 se entró a una fase abolicionista, pues de 33 condenados a muerte solo tres reos fueron fusilados. «Casi todas las administraciones de carácter militar en El Salvador (excepto las del periodo 1945-1956, desde Osmín Aguirre hasta Oscar Osorio) apostaron por el efecto intimidante de la pena de muerte para contener la delincuencia», concluyó en su tesis.
En la Constitución de 1983, redactada en plena guerra civil, la pena de muerte fue abolida definitivamente.
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Sánchez Quezada, Amadeo. ¿Qué-fue-de-él?
En febrero de 1970, luego de 21 años en prisión, se le notificó que dentro de un año quedaría en libertad. “Gracias a Dios estoy con vida y espero que la sociedad me reciba después de mi duro castigo, pues puedo decir que he vivido dos veces”, le dijo a un reportero que lo visitó en el penal de Cojutepeque. En una fotografía, publicada junto al texto, se observa a un Sánchez Quezada más viejo, junto a un vigilante que le lee una carta enviada por un amigo. Un año después, en febrero de 1971, ningún periódico habló de Sánchez Quezada. De quien sí hablaron fue de Victoriano Gómez Urrutia, quien fue fusilado en San Miguel, frente su madre, frente a sus amigos, frente a un centenar de personas. Veredicto: culpable del asesinato de una mujer y su hija. «Soy inocente», gritó cuando tronaron las balas que le arrancaron la vida del cuerpo.