¿Cómo logramos hacernos una idea de la gente solo por su voz? El teléfono sonó una dos tres veces y contestó. Su voz era didáctica como el de las maestras que con estoica resignación soportan por igual a los niños pendencieros y a los llorones. Me presenté y le dije que leí en un periódico que ella denunció en el Arzobispado de San Salvador el abuso sexual que supuestamente sufrió en su adolescencia cuando vivía en San Vicente. Soltó el verbo de inmediato: contó que ella y su hermano sufrieron abuso sexual y que los victimarios eran dos sacerdotes, que pidió ayuda al jerarca de la zona paracentral, pero por respuesta obtuvo caras mohínas, que el caso comenzó a sus doce años en un colegio administrado por monjas, que el sacerdote que la vejó se trasladó a vivir a la capital a una casa cerca de equis carretera. Hablaba confiada y aproveché para pedirle una entrevista. Respuesta rápida: sí. Acordamos lugar. Colgó sin despedirse. Primera sensación después de la llamada: sonaba dispuesta a hablar. No: sonaba empecinada en hablar. Entré a la casa y repasé lo publicado de su caso: la denuncia estuvo en manos de monseñor José Luis Escobar Alas, luego en manos de monseñor Elías Rauda. Ninguno resolvió nada. Al día siguiente llegué temprano al lugar en el que acordamos reunirnos. Le escribí un mensaje de texto para avisarle que ya estaba ahí. No respondió. Le llamé. No respondió. Esperé sentado: en la mesa contigua celebraban el cumpleaños de una niña. Cantaban, aplaudían, chisteaban, pedían más comida, tragaban como patos las donas que ya les habían servido, se fotografiaban con la cámara del celular y supongo que las publicaban en sus redes sociales. Había transcurrido una hora y volví a llamarle. «Su llamada será transferida al sistema de correo de voz después del tono», contestó la grabadora. Afuera la tormenta había escampado. Estaba oscuro. Las luces traseras de centenares de vehículos atascados en el tráfico parecían un vórtice de estrellas rojas mientras la breve luz verde del semáforo era la señal para que la estampida de autobuses del transporte colectivo pudiera avanzar un par de metros antes de quedar, otra vez, atrapada entre acelerones, humo negro, palancas de velocidad a punto de quebrarse. Estuve a punto de largarme. Ya tenía desconfigurada la jeta de tanto esperar. Pero antes le escribí otro mensaje de texto en el que intenté disimular lo enojado. Le recordé que habíamos quedado en la cafetería del bulevar de Los Héroes y que la esperaba desde hacía más de una hora. Antes de enviarlo me vi las manos: pálidas y rosadas por la intensidad congeladora del aire acondicionado. Me imaginé con las cejas llenas de escarcha. Envié el mensaje. Sumido en la rabieta me dije: calmado, calmado, calmado. Respiré profundo y decidí esperar quince minutos más. Pedí un café y puse el teléfono sobre la mesa. No despegaba la mirada de la puerta de entrada y con el rabillo del ojo miraba tal vez se encendía el teléfono con una llamada o un mensaje. La gente entraba y salía, entraba y salía. Sí: estaba harto, pero dejé que transcurriera una hora más. Me concentré filosofando pajas. La puerta se abrió una vez más. Una mujer buscó con la mirada. Era bajita, de menos de 1.60 metros de altura, morena, cicatrices de acné en los cachetes, perfil suave, pelo negro corto, vestida con pantalón de lona azul, camisa blanca y con una sombrilla goteando. Entró como un vendaval directo a las mesas del fondo. Sacó su teléfono celular y lo revisó sin expresión. La pantalla iluminó sus lentes sin marco. Tomé mi teléfono y le llamé. La mujer levantó la mirada. Alcé la mano para saludar. Respondió el saludo. Desanduvo hasta estar a un paso de mí y saludó perezosa. Nos acercamos y le pregunté si nos sentábamos en mi mesa. Señaló las mesas de la terraza. Mientras caminábamos y para romper el hielo y la tensión inicial del encuentro entre dos fulanos que únicamente se conocían la voz le pregunté ¿quiere un café? y respondió moviendo la cabeza de un lado a otro, entonces le ofrecí ¿una soda o una taza de leche o un té? y volvió a responder que no moviendo la cabeza de un lado a otro haciéndome sentir impertinente. En la terraza las mesas de hierro forjado parecían islas rodeadas de los charcos de la tormenta, desde el interior del establecimiento se derramaba la luz oblicua de las lámparas iluminando a medias las caras de los comensales, de la calle ascendían humeantes vaharadas apestosas como aliento de basurero. Nos sentamos. Hurgué en el bolsón buscando la credencial mientras afilaba el discurso de presentación de periodista:
—Estoy indagando casos de —y entonces interrumpió.
—Fui víctima de abuso sexual desde los doce a los catorce años, mi victimario es el padre Óscar Gilberto Alvarado…
Se soltó contando que ocurrió en los años 80, que estudiaba en el Colegio Eucarístico, que también hubo otras niñas que fueron abusadas cuyos nombres eran así y asá, que una de las monjas sabía las andadas y por eso les advertía a las estudiantes que ni para pedir un dulce se asomaran a la oficina del padre Óscar, que en el pueblo todo el mundo hablaba sobre el padre Óscar y su supuesta lascivia, que después de sufrir un accidente de tránsito su hermano quedó postrado en cama y eso lo aprovechó un sacerdote llamado de equis manera que casualmente era gran amigo del padre Óscar y, probablemente, conspiraron contra ella para abusar de su hermano, que después que el padre Óscar la forzó a ayudar en las tareas a una de sus compañeras de aula que estaba endemoniada el mal se pegó en su casa y de unos de los cuartos —el infectado—miles de murciélagos salían, que el demonio manipuló a los miembros de su familia: se amenazan, se insultan, se envenenan, se matan, que eso no es culpa más que del padre Óscar que la obligó a llevar a su casa a la compañera endemoniada, que la influencia del mal no la puede entender nadie a menos que la haya vivido en carne y hueso, que pidió al padre que exorcizara su casa pero éste se negó porque la influencia realmente era demoniaca, que llevó a otro sacerdote que sí intentó expulsar el mal pero fue él el que terminó mal: en una casa de oración en Costa Rica hundido en fiebres, que después el demonio la poseyó a ella y es como si hubiera pasado dormida durante mucho tiempo o amarrada de pies y manos o envuelta como en una sábana oscura desde la que no podía ni ver un rayo de sol, que de ese trance pudo salir con la ayuda de una amiga que la mandó a conversar con un sacerdote de Santa Tecla, que todo, todo se lo dijo a Elías Rauda, obispo de San Vicente, a Fabio Colindres, capellán de la Fuerza Armada, a José Luis Escobar Alas, arzobispo de San Salvador, que de todo eso tiene cartas y que todas las cartas tienen sello de recibido de cada una de las oficinas de los prelados a las que las mandó. De la cartera sacó un fólder y del fólder las cartas. Las revisó y me dio un legajo. Busqué y encontré en todos los sellos.
—Ellos saben, pero no han querido hacer nada —dijo frunciendo la boca y mirando la nada no sé si indignada o frustrada o qué. Me arrebató las cartas y sacó la que había entregado a Escobar Alas, fechada 20 de junio de 2011. La leyó:
«Hace unos días lo visité en su residencia, en San Salvador, para hablarle sobre unos problemas personales y familiares. Le expuse el caso de un problema personal sucedido con el padre Óscar Gilberto Alvarado y de una serie de problemas familiares que a mi juicio tienen origen en lo acontecido con el P. Óscar, pues él llevó a una muchacha endemoniada a mi casa. Como le expuse en esa ocasión cuando yo estudiaba 7° grado, en el Colegio Eucarístico, a la edad de 12 años fui acosada, seducida y obligada a sostener relaciones sexuales con el padre Óscar Alvarado, quien aprovechándose de mi edad me confundió y prácticamente me forzó. Él me obligó a que no lo dijera a mi madre, a mi familia, y a ninguna persona. En aquella ocasión, en una jornada de confesiones que se hacían en el Colegio Eucarístico, yo confesé el pecado de haber tenido relaciones con el P. Óscar, y se me dijo que no lo dijera a nadie, por el bien de la Iglesia, que lo dejara en manos de Dios, que el padre entregaría cuentas a Dios. A pesar de haber sido perdonada en esa confesión, yo he vivido con ese peso durante toda mi vida, pues considero que esas relaciones destruyeron toda mi vida y han afectado mis relaciones con familiares y amigos, pues yo no he vuelto a ser la misma persona desde esos años. En el mes de mayo me confesé con un sacerdote en la iglesia San José de la Montaña. Era un sacerdote de unos 50 años y él me aconsejó que hablara con el obispo Fabio Colindres ya que es el superior del P. Óscar (…) fui a conversar con Mons. Colindres quien me escuchó y me dijo que hablaría con el P. Óscar y me sugirió que hablara con el obispo de San Vicente, Mons. Elías Rauda, ya que él es el responsable de la diócesis de San Vicente. El mismo día vine a San Vicente a conversar con Mons. Elías Rauda, quien después de escucharme me dijo que no era de su competencia ya que el P. Óscar estaba bajo la competencia de Mons. Colindres y que además él era nuevo en la diócesis y que no tenía tiempo pues tenía unas giras fuera del país. Me dijo que mi caso ya había prescrito porque tiene más de doce años de haber sucedido (…) El viernes 17 recibí una cita de la secretaria de Mons. Colindres para las 10 a.m. cuando llegué a la oficina la secretaria me dijo que Mons. Colindres andaba en una excursión por Tierra Santa y que la cita la había hecho el P. Óscar, quien ya había salido (…) durante muchos años he callado, obedeciendo el consejo que se me dio en una confesión, creyendo que con esto hacía bien a la iglesia, pero ese silencio me ha hecho mucho daño, pues además de ser víctima, no se me ha hecho justicia y no he tenido la oportunidad de recibir ayuda sicológica y la debida rehabilitación (…) no sé si mi caso ya prescribió, según las leyes, como afirmó el obispo Elías Rauda, pero lo que sé es que el daño que el P. Óscar me hizo, continúa provocándome dolor y sufrimiento, por eso le escribo para pedirle que hable con los obispos responsables y me hagan justicia (…) espero que al leer mi carta haga algo para que ya no haya sacerdotes corruptos como el P. Óscar».
Hojeó las cartas otra vez deteniéndose en los sellos de recibido. Su expresión se había agravado: los ojos completamente abiertos como dos faros descendiendo entre la niebla, rechinaba los dientes, los puños bien apretados. Solo nosotros quedábamos en la terraza del establecimiento.
— ¿Por qué tardó tanto tiempo en hablar de esto?
—Por... este… mire… hay una cosa que le voy a decir: a veces uno paga lo que su familia hizo. Me duele porque mis tíos tuvieron dos hogares y son 18 hijos; tres de ellos no son del hogar. Además, había pasado tanto tiempo que no se me ocurrió ir a la Fiscalía. Pero cuando vi a mi tío, en el 2010, y lo vi tomando (licor) até todos los hechos: esto está pasando por este cura. Lo voy a denunciar porque él metió el diablo a mi casa y no lo quiso sacar. ¿Y cómo lo iba a sacar si el padre Óscar es el mero diablo?
Los futbolistas parecían muñecos de pastel a punto de derretirse con los últimos rayos del sol, unas ancianas pujaban como acordeones oxidados cada vez que estiraban la panza de izquierda a derecha, jóvenes y viejos trotaban: unos conversaban entre ellos antes de quedarse mudos con la garganta cuarteada, otros embutidos autísticamente en sus audífonos ni veían ni escuchaban al prójimo, dos adolescentes en celo vestidas con uniforme escolar se acariciaban y se besaban y pausaban la faena sexual solo para verse fijamente a los ojos y suspirar; amor, amor de verano una tarde de calor húmedo. Llevaba una hora viendo repetirse esta escena en el Cafetalón, Santa Tecla. No tenía una opción más saludable: eso o ponerme mi calzoneta de atleta para competir en las carreteras aledañas contra las camionetas que pasaban raudas, frenéticas, peligrosamente veloces. Flor de María me había citado aquí a las cinco y 30 de la tarde, pero no aparecía por ningún lado. Le llamé, pero el teléfono mandaba al buzón de voz. ¿Era la mala señal del lugar o es que lo había apagado? Preferí creer en lo primero y caminé a la cuadra de los bares con el aparato pegado a la oreja esperando que contestara hasta que después de cuatro intentos su voz se escuchó clara y suave explicando el punto en el que estaba. Nos encontramos sin mayores saludos y ella caminó rumbo al cementerio municipal. ¿Pretendía que la entrevistara entre las tumbas? Cerca de la entrada del cementerio señaló una banca ubicada debajo de la luz lisa del alumbrado público. La entrada estaba sola y las proximidades eran oscuras y silenciosas. Solo dos empleados municipales de limpieza nos observaban curiosos. ¿Qué imaginaron viéndonos?
—El padre Óscar me destruyó la vida —dijo sin terminar de sentarse. La interrumpí para decirle que era mejor que comenzara desde el principio. Contó que creció a principios de los años 70 en San Vicente, con sus abuelos paternos que se dedicaban a la agricultura y la ganadería. Los primeros seis años de educación básica los cursó en una escuela pública y en 1984, con doce años de edad, se matriculó en el Colegio Eucarístico del Divino Salvador, que administra la orden de monjas Hermanas Mercedarias del Santísimo Sacramento. El padre Óscar Gilberto Alvarado impartía clases de inglés. En sus recuerdos él constantemente invitaba a las alumnas a pasarse por su oficina por si tenían dudas con las tareas. La oficina estaba (aún lo está) contigua a la iglesia. En su memoria la oficina tenía un escritorio, dos sillas para el escritorio y una mecedora y dos puertas: la derecha conectaba con la clínica parroquial y la izquierda con la habitación del cura que tenía baño propio, una cama y una hamaca. Una de las tareas era llenar un libro de ejercicios. En marzo de ese año, según ella, fue a la oficina: él la sujetó con fuerza de los hombros y la besó succionándole los labios, le subió la falda y le bajó el calzón, se desabrochó el pantalón y la penetró hasta terminar, se quitó el preservativo y le ordenó silencio. En la memoria de Flor de María los episodios se repitieron; a veces el cura la visitaba en la casa para besarla, manosearla y se quejaba cuando la madre no le despegaba la vista de encima porque se supone que ya sospechaba algo. Siguió contando que en 1987 su madre se dio cuenta de las andanzas sexuales del cura y la mandó a estudiar el bachillerato a San Salvador para alejarla de él. Pero, antes de largarse, dijo que se enteró que él era pareja de una de sus compañeras y le reclamó. En uno de esos tres años, según sus relatos, se enfermó: una sombra la ataba de pies y manos durante semanas enteras y no podía salir de la casa, estaba atrapada en una oscuridad amorfa, sin asideros, soñaba que unas manos negras la agarraban de las orejas y le estrellaban la cara en una piedra llena de lodo y ella gritaba espantada: «¡Qué me duele! ¡Qué me duele la cabeza! ¡Ay, Dios mío, que dolor, me va destruir la cara, quiere arruinarme la cara!» y dormía todo el tiempo, solo se despertaba para comer, la examinó un psicólogo que no le encontró desequilibrios mentales. Dijo que a principios de los años 90 otro cura la liberó de las oscuridades y después comenzó estudios superiores transcurriendo once años y dos universidades distintas entre su ingreso y su graduación como ingeniera industrial. En el año 2011 regresó a San Vicente y encontró a su familia paterna dividida. Entonces comenzó a escribir las cartas y a señalar a Óscar Gilberto Alvarado. Dijo que el único que pareció anuente a escucharla fue Luigi Pezzuto, entonces nuncio Apostólico en El Salvador, que le pidió llevar testigos de los abusos sexuales; sin embargo, todas sus amigas se negaron a testificar.
—Éramos una sola familia, muy unida, y el padre Óscar, al llevarme a esa mujer endemoniada, provocó la discordia y la desunión total; usted no lo puede comprender porque son cosas de maldad —dijo.
Flor de María mandó a distintas oficinas clericales ocho cartas impresas, ordenadas con fecha en la parte superior derecha y con el nombre del destinatario en la parte superior izquierda; la mayoría consta de tres páginas. La más larga, sin embargo, es manuscrita con letra alargada repintada de negro en las palabras que aparentemente quiso destacar, palabras como «infancia», «estudiantes», «parroquia», «preservativos», «iglesia». Su primer destinatario es Fabio Colindres, con fecha mayo de 2011, San Salvador. Se transcriben algunos párrafos, incluyendo errores ortográficos y de puntuación.
El motivo de la presente es para decirle que el padre Óscar Alvarado que estuvo en la iglesia El Calvario de San Vicente en mi infancia 12 a 14 años. Yo inicie a estudiar en el Colegio Eucaristico de San Vicente este padre daba clases de ingles en el colegio era un gran pícaro y lujurioso uso mi cuerpo abuso sexualmente de mi en mi infancia. El dejaba tareas de ingles y le decía a las alumnas que si no las podían realizarse lo buscaran en la parroquia en la oficina que tenía a la par tenia su hamaca allí era donde el aprovechaba a quitarse su deseo sexual de canada le enviaban preservativos (…) el padre Oscar metio el demonio en mi casa cuando yo estaba en noveno grado hubo una compañera que tenia el diablo adentro el padre Oscar me llamo al patio del colegio para decirme que no fuera egoísta y que le explicara porque ella había perdido clases que ella tenia el demonio pero que no significaba que no fueramos amigas el padre Oscar llevo en su carro a la mama y a la hija la muchacha llego a la casa con su mama, la mama había entregado su hija al diablo practicando la ouija la hija le daba vueltas la cabeza tenia un gato negro bravo y hablaba como hombre después que esta muchacha y su hija llego a la casa manadas de murcielagos salian de la casa nunca se había visto esto le pedi al padre Oscar que exorcisara me dijo que no luego hable con el padre F. llego a la casa hecho humo y no quiso volver a llegar porque se puso mal eran llamaradas de fuego las que lanzaba la endemoniada decía el diablo que el padre Oscar le pertenecía fue un sacerdote recien ordenado que le saco el demonio y le puso la cuerda de San Francisco en el cuello al padre Oscar para que no se lo llevara(…) si ustedes no hacen nada yo pedire un espacio por la radio para hablar de esto pues yo me siento muy dañada y que la gente abra sus ojos porque hay sacerdotes mujeriegos, homosexuales, borrachos, asesinos, que levantan el cuerpo de cristo porque ellos lo único que buscan es vivir de las limosnas que da la gente y comprar sus casas y sus buenos carros (…) el obispo Fabio Colindres me dijo que había quitado al padre Oscar del ordinariato militar el año pasado despues que vino de su viaje a Tierra Santa. También el obispo Escobar Alas me lo notifico personalmente en una cita que ya lo había quitado pero octubre una amiga me dijo que siempre estaba en el ordinariato en la iglesia Santa Marta el obispo Colindres es mi decision tenerlo allí en el ordinariato y en Santa Marta pues tiene que tener su jubilación una entrada de dinero en su vejez (…) Colindres me dijo pero no hay hijos pero me ha hecho mucho daño en mi vida y en mi familia me la destruyo. otros los han sancionado y el porque lo encubren tanto mi familia ha sufrido el escandalo por 25 años de mi ausencia porque la gente dice que el padre Oscar tiene hijos conmigo por haber pasado metido en mi casa 7°, 8!, 9! Grado fue un escandalo bastante grande por eso pido justicia (…) yo tuve que pasar 20 años lejos de toda mi familia porque me atacaban, pase 3 años sola encerrada en un cuarto no tenía nada asi pasaba la endemoniada encerrada en un cuarto perdi 3 años de mi vida y el padre Oscar Alvarado bien feliz (…) la hermana juanita decía en 8 grado que aunque el padre Oscar nos invitara en clases a resolver las tareas que no fueramos porque el además de ser sacerdote era hombre para mi ya era demasiado tarde el ya había satisfecho sus pasiones es macabro el recuerdo que tengo en mi mente.
Pero después de leer las cartas y repasar las grabaciones de las entrevistas me quedaban algunas dudas. Había revisado las narraciones, las cartas y algunas cosas no cuadraban. Es más: algunos puntos hasta eran contradictorios entre sí. Parecía que, o Flor mentía, o había contado cosas a medias. Decidido a echarle en cara las aparentes contradicciones la cité una vez más en el restaurante de comida típica y donas ubicado en el bulevar de Los Héroes. Como ya había aprendido la lección decidí llegar impuntual a la entrevista. Esa noche estaba en la universidad y el catedrático, inusualmente, se había extendido unos veinte minutos más del horario programado para la cátedra. Ni me apuré ni me afligí por llegar tarde. Salí despacio del aula, crucé la calle llena de estudiantes fumando, subí al carro y manejé sin prisas. Ya casi no había tráfico, encendí la radio y hasta tarareé una de las canciones que sonaba distorsionada en las bocinas. Llegué después de las siete de la noche. Entré al parqueo y al bajarme del vehículo la vi sentada en la acera del parqueo con las rodillas juntas, la barbilla apoyada en ellas y una mano colgando. Pedí falsas disculpas por la tardanza y pregunté si tenía mucho tiempo esperando.
—Unos 15 minutos —respondió sin mirarme.
Guardó el teléfono en la cartera y entró a la terraza en la que conversamos la primera vez. Mientras caminaba pregunté si quería tomar un café, una soda o un vaso de leche. Respondió que no sin pensarlo ni un segundo. Se sentó. Me senté a la par de ella. Le expliqué que había ideas que no cuadraban del todo. Escuchó mirándome sin perder ninguno de mis gestos. Me callé algunos segundos porque me perdí revisando los apuntes en mi libreta. Al levantar la vista noté que su mirada había pasado de la contemplación sospechosa a la ira mal disimulada.
—Es que mire —interrumpió dando un manotazo en el aire..
—Escuche: necesito comprender algunas cosas de manera lógica y ordenada —respondí engrosando la voz y mostrando la palma de la mano insinuando que no había llegado a escuchar, otra vez, que uno de los culpables de sus males era el pilluelo rojo como tomate, de cuernos, cola puntiaguda y tridente — y leí en voz alta uno de los apuntes: en sus primeros relatos el abuso sexual ocurrió sin mediar una sola palabra: llegó a la oficina parroquial a pedir ayuda en una tarea de inglés y el cura simplemente se le tiró como un animal en celo. Eso puede ser posible pero más de una vez ella mencionó que sospechaba que Alvarado era pareja de otra muchacha y que por eso les había reclamado a los dos. ¿Por qué iba reclamar fidelidad al hombre que supuestamente la sometió sexualmente?
Flor de María calló y se concentró en las formas acolochadas que decoran la mesa blanca de hierro forjado sobre la que apoyaba los codos. Era como un niño que se sabe perdido por no poder postergar más la verdad y que, no obstante, la situación demora el momento de abrir los labios porque siente vergüenza.
— ¿Entonces?
—O sea… es que… sí me insinuó que… que yo iba ser mujer de él, que nos íbamos a casar.
— ¿Pero usted seguía siendo menor de edad?
—Me decía que se iba casar conmigo, que me quería, que no sé qué. Pero era mentira, yo lo descubrí en noveno grado.
— ¿Le empezó a prometer cosas después del abuso sexual en la oficina de la parroquia?
—Sí. Él ya tenía los preservativos preparados.
— ¿Cuándo le dijo que iba casarse con usted?
—Cuando me estaba quitando la ropa. Cuando me levantó el uniforme. Me agarró como animal. En noveno me llevó a la muchacha endemoniada; había empezado a hacer cosas que ya no eran normales, por ejemplo, le pegué a mi mamá y pensé: «Esto ya no es normal», y al ver el puño de murciélagos, pues ya no. Yo quedé mal.
— ¿Cree usted que el sacerdote se aprovechó de usted por su edad?
—Uno no sabía que era un noviazgo, yo había vivido en el campo, me crie inocentemente, para mí el abuso sexual fue despertar de un solo pencazo; mi mamá ya estaba por averiguarlo porque me iba echar de la casa.
El demonio o el diablo o los murciélagos. Son los otros personajes que aparecen en los relatos de Flor. Unas veces suena como alguien distinto al sacerdote Óscar Gilberto Alvarado; otras, la frontera entre uno y otro se borra, no es clara. En las cartas y en las entrevistas dijo que una de las pruebas de que el mal infectó a su familia es que su tía había asesinado a golpes a su tío. Dijo que a veces ella pernoctaba en la casa de la pareja en San Salvador porque recibía ayuda para sus tareas.
—Me vine a la casa de mi tío y me tocó ver cómo mi tía le pegaba a él. Yo pensaba: «Esto no, esto no, es el demonio, es el diablo». En la noche se levantaba y se le notaba que era el diablo, cabalito se le veía. Ella andaba endemoniada, es que eso se regó. Tomasita me dijo: «Tu familia sufrió una contaminación». Es que fueron muchos los murciélagos. Eran millo… eran bastantes, ¡manadas! —dijo.
Insistí varias veces: pregunté fecha y lugar del crimen, características físicas de la víctima, circunstancias del supuesto asesinato, nombres y apellidos de los involucrados. Pretendía rastrear el caso para confirmarlo o sorprenderla en una mentira. Hasta que al fin ella misma separó el relato fantástico de la realidad.
— ¿Por qué peleaban sus tíos?
—No sé. Había una sombra negra que la cubría a ella.
— ¿Ella qué le decía a su tío?
—Le pegaba. Es que usted no va entender cómo es eso. Durante muchos años la culpé a ella pero yo también lo viví; a mí me comenzó a atacar, me golpeaba, me golpeaba, me golpeaba.
— ¿Quién la golpeaba?
—El diablo. Me golpeaba el diablo. Me metía la cara en una cosa de lodo. Yo estaba dormida y veía que me agarraba así y estaba el puño de lodo y me daba y me daba.
— ¿Le pasaba en el instituto o en la casa de sus tíos?
—Es que él me ha atacado toda la vida. Lo peor es que cuando ando enojada sale una energía negativa de mí capaz de destruir. No, usted no lo entiende, quizá lo logre entender si busca a las muchachas que jugaron con la guija, porque esa persona no llegó a hacer cosas buenas a mi casa porque ya había practicado la guija, llegó a entregar a mi familia total para liberar a su hija, porque ya había entregado la hija a Satanás. ¿Qué le entregó? A mi familia para atacarla, destruirla. ¿Por qué cree que el padre Óscar la llevó? Porque yo le reclamaba por la muchacha, que la besaba. Yo le decía: «Usted besa a la muchacha, pero me dijo que se iba casar conmigo». Él no es un hombre que hubiera querido casarse sino que solo lo hizo por la maldad.
— ¿En qué año su tía mató a su tío a golpes?
—Es que tal vez usted no entienda, fue una influencia diabólica.
— ¿En qué año fue?
—...
— ¿En qué año fue?
—En 1988. Pero no fue exactamente así: él se cayó de un autobús, pasó en el hospital Roma y se contaminó de tuberculosis, lo tuvieron ahí y se contaminó, como el doctor sabía que iba morir le dio de alta y lo mandó a la casa. Solo a morir llegó. Pero él se había golpeado una pierna y se contaminó.
Muchas veces insistí tratando de encontrar inconsistencias en los relatos en los que el sacerdote Óscar Gilberto Alvarado aparece como su victimario sexual. Pero nunca las encontré. Las versiones se repiten en todas las cartas y en todas las entrevistas sin cambiar ni una letra. Pero, pese a todo, debía seguirme preguntando: ¿y si era mentira? La verdad sea dicha: esa duda me roía las venas pero a la vez me impulsó a seguir. Una parte del recipiente que contiene la verdad lo había llenado verificando algunos puntos del relato de Flor de María: consistencia del discurso, años y lugares en los que se supone sucedieron los ataques sexuales y media docena más de asuntos que siempre quedan en la trastienda pero que son imprescindibles para que el texto se sostenga solo. Pero la parte fantástica, esa en la que el diablo, demonio o murciélago, ocupa toda la pantalla distrayendo de lo asequible y terrenal, seguía sin encajar en el caso, sin aportar información de ella. Dos días después del último encuentro con Flor contacté a dos psicólogos jóvenes y estudiosos, Ángel y José, para contarles el asunto. El primero es blanco como una bolsa de lácteos, ojitos negros y acuosos, estatura mediana y camina viendo al suelo con una chaqueta de motociclista siempre colgando del brazo; el segundo tiene los pómulos saltones, de la frente le cuelgan dos bucles y cuando se carcajea lo que más salta a la vista son sus dientes frontales paletones. Me los había presentado Sarita, mi amiga. Nos reunimos en las bancas de la universidad una tarde en la que el sol se deslizaba blanco y lento en el frontón de una casa vieja y la piel húmeda parecía una pista de jabón para los piojos. Les resumí el caso y me escucharon ceremoniosos con las orejas verticales y los ojos viéndome como mirillas puestas sobre un blanco fijo. No sé por qué pero sentí confianza, saqué del bolsón el legajo de cartas y se las mostré. Entre ellos se las repartieron: leían concentrados, sin perderse una coma, repetían algunas palabras como si confirmaran teorías sobre el color de las emociones carnales mientras mi amiga fumaba sus cigarros sabor a uva y se reía de algo, porque ella siempre ríe, de lo que sea, pero ríe. Quizá transcurrieron unos veinte minutos esperando alguna idea, un asomo de diagnóstico, un comentario, cualquier cosa.
—Dice una cosa para después hablar otra —dijo José sin levantar la mirada de la carta que leía— a esto se le discurso incongruente o difuso y es característico de personas que sufren esquizofrenia o trastorno psicótico.
Respondí un «ajá» seco insinuando que eso era evidente y que esperaba más de ellos, algo a la altura de las promesas doctorales de la psicología clínica que me había descrito Sarita antes de presentármelos. Ángel preguntó si la mujer o su familia eran devotos cristianos. Obviamente sí, mucho. Era lo primero que se encuentra en las cartas. Dudo mucho que un no creyente termine metido en asuntos de estos. O bueno, sí, como todo puede pasar, pero no era este el caso.
—Cuando una persona sufre un evento traumático y tiene fuertes creencias religiosas tratará de hallar formas de compensar —dijo Ángel y ejemplificó con el guion de una película digna del Hollywood de estos tiempos— el padrastro viola a la niña. La niña empieza a comportarse mal, tira los platos de la mesa, no come, insulta, golpea a sus compañeros de la escuela, se niega a jugar con sus amigos del barrio. La madre, profundamente religiosa, concluye que su hija tiene el demonio en el cuerpo. La exorcizan. Se recupera, pero pasadas las semanas recae. Otro exorcismo. La niña muere durante el rito. La entierran. La culpa inquieta al padrastro: no duerme, habla solo, la conciencia no lo deja en paz. Todos en la casa lo notan. El caso llega a oídos de la policía. Ordenan una autopsia postmorten. Descubren desgarro vaginal en la niña muerta. Veredicto: violación vía vaginal.
—Pensar que el diablo se la ha llevado es menos doloroso —respaldó José— a partir del trauma su mente empieza a generar recuerdos que son exageraciones de la realidad, pero el trauma ahí está porque se nota la inseguridad, el temor.
¿Flor, entonces, creó al diablo, el demonio o al murciélago como fantasía de escape para emanciparse de un evento traumático? El diagnóstico a control remoto, que evidentemente jamás puede ser concluyente porque no pretende serlo, apuntaba a eso.
—Si el estrés post trauma llega demasiado alto puedes empezar a desarrollar ideas psicóticas —dijo Ángel y volvió a los ejemplos— sentir que en la noche alguien te quita la sabana. ¿Te ha pasado que estás preocupado y en la noche no puedes dormir? ¡¡Ahora imagina que alguien abusó sexualmente de vos y para justificarse te dice que se le metió el diablo!!
Ángel hojeó las cartas que sostenía y pidió a José las que él tenía y las unió, las ordenó con un golpe plano en la banca, las enrolló simulando un arma para matar moscas y las desenrolló, nos vio como si hubiera descubierto lo que siempre estuvo frente a todos, pero ninguno lo había notado.
—Está desesperada porque alguien escuche su versión —dijo.
—Pero también puede que sea una persona manipuladora, mentirosa, que quiere ser el centro de atención —lo contradijo Ángel.
Observaciones preliminares de los jóvenes psicólogos: Flor sufrió un evento traumático, creó una fantasía a la medida para explicarse ese evento y ahora necesita ser escuchada.
Murciélagos, posesiones, diablos, demonios. ¿Quién hubiera pensado que en los diarios salvadoreños iba a encontrarse uno con lo mismo? El domingo 21 de mayo de 2006 La Prensa Gráfica consagró la fama del sacerdote Óscar Gilberto Alvarado. Ese día en la primera página fue publicada una nota principal cuyo titular dice: «ARENA recupera el control COMURES». La fotografía principal retrató a un policía con la cara encapuchada hasta el entrecejo guiando correa en mano a un perro color café quemado que naricea encaramado en un parlante instalado dentro del baúl abierto de un vehículo. El pie de foto: «Operativos Múltiples. Un policía y su canino entrenado revisan un vehículo en busca de drogas o armas, como parte de los operativos montados el viernes por la noche en la capital. Cuatro pandilleros armados y 13 conductores temerarios, entre los arrestados». A la par está la nota terciaria que anuncia el texto principal de la edición número 413 de la revista Enfoques: «Armas de fe. Los caminos del exorcismo en El Salvador». El texto inicia con una descripción caballeresca de Óscar Gilberto Alvarado: «Él también ha sido un soldado, pero en otra guerra, una en la que las batallas son cuerpo a cuerpo y el enemigo no es otro que el mismísimo demonio: ha sido parte del ejército de los exorcistas católicos». Un par de párrafos después la primera frase atribuida a él: «A veces yo estaba en la iglesia a las 11:30 de la noche y ya me iba a dormir, y de repente los cuadros se movían. Yo sabía que era el demonio que me acosaba. Me abría las puertas, escuchaba ruidos en todos lados, todo era para hacer flaquear mi fe». Luego más entrecomillados suyos: «El primer exorcismo en que estuve, que fue el más sonado en San Vicente, fue hace dos años, y se trató de una muchacha de 13 años a quien el papá había ofrecido al diablo. La mamá ya había incurrido en tres abortos. Cuando la niña empezó libremente a alabar al señor ¡pum!, se le metió el diablo. Fue un caso severo que duró tres meses. La veía cada ocho días. Íbamos un grupo de personas a su casa». El sacerdote al que Flor acusa de haberla sometido sexualmente es, en el reportaje, el más entusiasmado hablando de santos y demonios. Élmer L. Menjívar, el autor, escribió sobre él: «El padre Óscar Alvarado al principio se mostró nervioso, y también se preocupó por hacer una introducción didáctica al tema. Luego empezó a relatar sus experiencias en San Vicente con una emoción propia de quien recuerda grandes hazañas». Después de leer este texto le llamé al exorcista de San Vicente. Seré honrado: mientras la línea daba tono imaginé que al otro lado de la línea me contestaría un energúmeno neurótico con el machete escondido en la sotana, que se vendrían insultos gratuitos, prepotencia y amenazas. La verdad es que sus respuestas pasaron de la prudencia a la intranquilidad y finalmente a algo que sonaba parecido a la preocupación.
—Estoy trabajando un caso de una denuncia por abuso sexual en la que usted es señalado. ¿Podemos platicar?
— ¿Y eso?
—Sucedió en 1984, según la víctima.
—Es que…
—Usted me dirá cuándo puede.
—Esa acusación es falsa, ya la iglesia la tiene, se conoció que fue falso, una niña que estaba endemoniada.
—Ese caso. Me gustaría escucharlo a usted y saber qué responde a lo que ella dice.
—Mire, todo lo que dije ya lo tiene el episcopado, ellos ya dieron sentencia, llegaron muchos testigos, presenté a toda la parroquia, es falso eso, fue mentira, yo no puedo mentir. Era una niñita de 12 a 13 años que ni estuvo casi en el colegio, fue una cuestión que una compañera de ella se lesionó, a ella se le metió un espíritu malo, un padre la asistió, yo no podía ir a esa parroquia, y ya surgió el odio. Yo atendí a la endemoniada en mi parroquia y ya. Ahora, después de tantos años, levanta esa calumnia que nada que ver.
—Lo que me comenta: ¿lo podemos conversar en una entrevista?
—Es que ese caso ya está definido y sentenciado, no puedo dar opiniones.
—Necesito escuchar su versión.
—Monseñor Fabio Colindres tiene toda mi versión, además ella sabe muy bien que no la he tocado ni la conozco.
— ¿Fue o no usted profesor de ella?
—Sí, pero fueron unos seis meses porque ella se pasó a Santa Tecla al internado. Ella miente, en conciencia, no le hecho nada, no he cometido ningún delito ni con ella ni con nadie. Lo juré ante Dios, la Biblia, hay gente que me conoce, yo tenía más de 2,000 jóvenes, fueron a investigar a los pueblos… es que ella inducida por un espíritu malo y aconsejada por a saber qué enemigos de la iglesia que inventan eso.
¿Demonios, espíritus malos, murciélagos, diablos? Antes de llamarle había ido al Colegio Eucarístico a tratar de obtener más información. El colegio está en tres casas abarcando una esquina, la pared frontal tiene azulejos pegados, la entrada principal está protegida por una verja de seguridad cuyos espacios entre barrotes permite introducir la mano para tocar el timbre y finalmente está la puerta gruesa de hierro macizo que ningún intruso puede cruzar sin permiso. Llegué a las nueve de la mañana y me atendió el conserje que me dijo que la hermana directora había salido con los bomberos así que me fui a la iglesia a vegetar un rato y media hora más tarde volví pero la monja, según él, seguía ocupada así que fui al parque a ver a un grupo de jóvenes loquitos pirueteando en patinetas hasta que transcurrió una hora y regresé y repetí el ritual de tocar tres veces el timbre y el conserje volvió a repetir que ella seguía ocupada, que mejor volviera en media hora así que regresé a la iglesia a contemplar sus formas: sostenida por cuatro pilares sencillos y dos dobles en el centro, puerta principal ancha como entrada de castillo, tres arcos superiores, cuatro ventanillas custodiadas por dos ángeles voladores en la parte más alta, en los costados pequeñas cúpulas beige decoradas con cruces delgadas de hierro, a un costado la oficina parroquial y me harté y regresé a tocar el timbre tres veces pero esa vez salió un tipo que quizá era docente, me escuchó y entró y un momentito después volvió a pedir cinco minutos que la hermana directora iba atender, que esperara, me senté en la acera y volví a esperar pero en menos de cinco minutos ¡pum! el hierro macizo de la puerta tronó y se abrió con fuerza hacia afuera y salió una monja de lentes oscuros, hábito color crema coronado con un velo negro de ruedillo blanco en la cabeza y una medalla de oro en el pecho.
— ¿¡Mire, y cuál es el problema jovencito!? La vez pasada me hablaron por teléfono sobre eso, yo no estaba aquí (en los años del presunto abuso sexual) pero ya pregunté a las personas que son mayores que mí y no saben, no conocen de ese caso, es la primera vez que lo escucho, no sé a ustedes quién les ha notificado eso.
—Buenos días, cómo está, necesito entrevistarla para hablar de un caso de abuso sexual que se supone ocurrió en los años 80.
— ¿Quién es la víctima?
—Es un tema delicado.
—Pero yo tendría que saber.
—Evidentemente. Cuando nos sentemos a hacer la entrevista se lo diré.
Desde su leve encorvamiento me observó con la bilis que de seguro acumuló en toda su vida. Yo la seguí observando fijo a los ojos, como comencé a hacerlo desde que escuché el portazo. No sé cuántos segundos fueron, pero percibí que intentaba intimidarme con su silencio. Pero ella misma rompió su ritual. Estaba harta y yo también.
—Llame la otra semana.
Dije gracias y caminé hacia el centro de la calle, escuché el portazo que ella dio al entrar nuevamente al Colegio y la imaginé caminando encolerizada. Su nombre es Ana Marlene Martínez Flores, se registró como docente en el año 1995 y desde el 10 de abril de 2015 es la principal autoridad del Eucarístico de San Vicente.
¿Que qué puede uno pensar cuando nadie quiere dar la cara y además te dan portazos? No sé, pero al escuchar al sacerdote Alvarado menos bilioso que la monja Martínez Flores intenté lograr una entrevista.
—Es que es un caso ya cerrado, ya di mis declaraciones a monseñor Fabio, al tribunal, ya hay respuesta del santo padre, de los obispos. Es un espíritu malo que la ha inducido a ella para afectar a la iglesia y a los sacerdotes.
—Tiene mi número, puede llamarme si cambia de opinión.
—Pero eso ya está dicho. Repetir lo mismo… ya se dijo, ya está legalmente aprobado. No estoy autorizado para hablar. Todo eso es falso, es mentira, es falso pues.
Estábamos repitiendo lo mismo: él rechazando la entrevista y yo insistiendo. Decidí cortar, dije adiós y agradecí por haber contestado de un número desconocido. Al otro lado de la línea se despidió bendiciéndome.