El pasado 14 de enero asumió el nuevo presidente de Guatemala, Bernardo Arévalo, del Movimiento Semilla, con la expectativa de propiciar una nueva «primavera democrática» en el hermano país centroamericano, dominado desde siempre por élites oligárquicas antidemocráticas, genocidas y corruptas.
Dos hechos finalmente hicieron posible la toma de posesión del mandatario progresista: el primero fue la presión de las organizaciones populares, pueblos indígenas y sectores democráticos que mantuvieron un paro nacional durante más de tres meses; y el segundo fue la decisión del gobierno de Estados Unidos de obligar a las élites corruptas a respetar el resultado electoral y desistir de su intento de impedir la transición presidencial.
Las élites guatemaltecas son aliadas históricas de Washington, especialmente desde 1954 cuando Estados Unidos —a través de un golpe de Estado organizado por la CIA— derrocó al gobierno reformista de Jacobo Árbenz, quien había sucedido a Juan José Arévalo, padre del nuevo presidente chapín. Sin embargo, al constatar el descontento popular y la insostenible posición de sus viejos amigos, Estados Unidos cambió de bando y, de paso, aprovechó para darse un baño de democracia.
Mientras tanto, en El Salvador, Estados Unidos apoya la reelección inconstitucional del presidente Nayib Bukele, a pesar de haber criticado en diferentes momentos el estilo autoritario, los abusos de poder, las violaciones de derechos humanos, la falta de transparencia, la implementación del Bitcoin y otros desmanes del presidente salvadoreño que busca perpetuarse en el poder.
El gobierno de Joseph Biden, incluso, criticó la resolución de la Sala de lo Constitucional oficialista que avaló la reelección presidencial. En un comunicado de su embajada en El Salvador, publicado el 5 de septiembre de 2021, Estados Unidos señaló que dicho fallo «socava la democracia» y reconoció que la reelección presidencial continua está prohibida en la constitución salvadoreña.
El pronunciamiento también cuestionaba la elección ilegal de los magistrados que emitieron la resolución y la reforma de ley que obligó al retiro de un tercio de los jueces y juezas del país, con lo cual el oficialismo tomó el control del sistema judicial y aumentó aún más el dominio presidencial sobre todo el aparato estatal.
Sin embargo, a finales de octubre del año pasado, el Secretario Adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental, Brian Nichols, vino a reunirse con Bukele y dijo públicamente que reelegirlo o no «es una decisión de los salvadoreños», abandonando la postura estadounidense expresada dos años antes. Al día siguiente, casi a la media noche, Bukele se inscribió en el Tribunal Supremo Electoral como candidato a un segundo período.
Con lo dicho por Brian Nichols como nuevo lineamiento político, el embajador William Duncan declaró después a la prensa que no veía «ninguna incertidumbre» en las próximas elecciones y desde entonces ha elogiado «los esfuerzos del gobierno» en seguridad pública y en «atracción de inversiones».
En su afán de apoyar a Bukele, Duncan repitió, incluso, una de las mentiras de la propaganda oficialista: afirmó que Google vendría a invertir al país a pesar de que la transnacional estadounidense no invertirá sino que el gobierno salvadoreño se compromete a comprarle servicios de asesoría digital por al menos 500 millones de dólares, según comprobaron medios periodísticos.
Entonces, ¿por qué Estados Unidos cambia su postura sobre la reelección de Bukele?; y ¿por qué en Guatemala apoya la democracia y en El Salvador respalda la consolidación de una nueva dictadura? La respuesta está en el pragmatismo que caracteriza a la política exterior estadounidense. El gobierno gringo asume que en este momento no es posible detener el ascenso del autócrata salvadoreño, debido a que tiene el control de todo el Estado, cuenta con un alto respaldo popular y tiene consigo a los militares.
Por tanto, lo conveniente para la administración demócrata ahora es «dejar pasar» a Bukele, aun sabiendo que es seguidor de Donald Trump; y mejor esperarlo más adelante, cuando tenga menos poder o el apoyo social haya caído. Es la misma estrategia aplicada al expresidente hondureño Juan Orlando Hernández, a quien Estados Unidos le permitió reelegirse inconstitucionalmente en 2017 para evitar que ganara la oposición y en 2021, cuando dejó el gobierno, lo extraditó para juzgarlo por narcotráfico.
Probablemente Estados Unidos desea procesar a Bukele por posibles fraudes en el uso del Bitcoin, por las negociaciones con las pandillas o por interferir en elecciones internas, como en su campaña contra la congresista demócrata Norma Torres. Pero, por ahora, las autoridades estadounidenses se quedan con las ganas de convertir a Bukele en un «JOH salvadoreño».