Soy periodista desde hace diez años.
Diez años puede ser poco tiempo. O mucho. O nada. Depende de las circunstancias. Del lugar o la época. En El Salvador de la década pasada, por ejemplo, hubo un carrusel de imágenes horrorosas: asesinatos y masacres, desplazados y desaparecidos, treguas y pactos oscuros. Una violencia intensificada que hizo estallar una nueva guerra. Una guerra casi tan sangrienta como la de los años ochenta. El resultado: millares de salvadoreños muertos, toda una generación de salvadoreños muertos. Ese mismo carrusel también tuvo imágenes no tan horrorosas: políticos y empresarios corruptos desfilando por los pasillos judiciales y durmiendo en bartolinas policiales. Todos —o casi todos— procesados por robar dinero público. Otros acusados de corromper el sistema de justicia o de traficar droga. Etcétera.
Como reportero cubrí, documenté y escribí sobre masacres y desaparecidos. Revisé voluminosos expedientes: cientos y cientos de páginas donde se narraban las infamias de algunos connotados políticos de la posguerra. Estuve en todas las audiencias. En una de ellas escuché a un expresidente suplicar que lo cambiaran de celda, porque cuando llovía se le inundaba de basura, orines y excremento. También fui testigo de cómo se desmanteló, de manera sombría y extraña, uno de los casos de corrupción más grandes que ha conocido El Salvador. «Estamos en las mismas condiciones», me respondió en su oficina el juez Miguel Ángel García Argüello cuando le manifesté que no entendía cómo se había cerrado el caso que él mismo había enviado a juicio. El proceso tenía miles y miles de documentos, almacenados en decenas y decenas de cajas, con las pruebas (según los fiscales que investigaron) de la privatización y venta de la geotermia nacional a empresarios italianos. Ese mismo caso —el caso CEL-ENEL— había arrojado las pruebas para llevar a la cárcel a Francisco Flores, el expresidente que suplicó que lo cambiaran de celda porque no soportaba la podredumbre que se acumulaba en ella.
Mientras toda esa corrupción nos estallaba en la cara, apareció en escena un joven empresario que hablaba de nuevas formas de hacer política. Su ascenso fue veloz y potente. De un pequeño pueblo de La Libertad pasó a gobernar la capital de El Salvador. Ahí siguió hablando de transparencia y democracia. Su estrategia —o la estrategia familiar— fue hacer una revolución social lingüística, en la que utilizó con maestría las nuevas tecnologías de la comunicación para transmitir sus mensajes e instrumentalizar el descontento popular. También supo hegemonizar algunas demandas postergadas por los políticos tradicionales. Sin embargo, mientras hablaba de democracia, mostraba conductas autoritarias. Mientras defendía la transparencia, ocultaba información y bloqueaba a periodistas. Mientras criticaba la corrupción y el nepotismo, les otorgaba contratos a amigos y nombraba a familiares en cargos públicos. Esa persona, que se presentaba como la encarnación de un nuevo político, era Nayib Bukele.
Por ese tiempo, cuando Nayib recién llegaba a la alcaldía de San Salvador, con otros colegas publicamos unas notas que debieron ponerlo de mal humor. En uno de los textos detallamos cómo ese muchacho, que alardeaba de hacer buen uso de los fondos públicos, se había gastado casi 1 millón de dólares en publicidad en tan solo 23 días. En otra nota relatamos cómo —según documentos judiciales— había maquinado ataques cibernéticos con la complicidad de dos payasos anónimos que no tenían nada de anónimos. Sus nombres eran José Carlos Navarro y Ernesto Sanabria. Este último llegó, por esos días, a hablar con los jefes del periódico. El resultado: no publiquen nada malo en contra de Nayib Bukele. Publiquen lo bonito: repello de calles, pinta de grafitis, etcétera. En fin: muestras suficientes para entender que este joven que decía ser diferente no tenía nada de diferente. O quizá sí. Una viveza refinada para convencer a medio mundo que lo suyo era redimir a los salvadoreños de todas las putrefacciones de la política.
Al final de la década hubo una pausa. Asfixiado por las dinámicas de los periódicos digitales en los que había trabajado, donde solo se permitía publicar lo que estaba en sintonía con los intereses de los dueños, decidí dedicar más tiempo a proyectos personales. En ese tiempo pasaron muchas cosas. Nayib Bukele se convirtió en presidente de El Salvador y El Salvador inició un acelerado retroceso en lo poco que habíamos avanzado desde la firma de la paz en 1992.
Fue entonces que con David Ernesto Pérez, a quien considero el mejor periodista de mi generación, el más incisivo, el más formado —y con quien había trabajado durante varios años—, decidimos pausar los proyectos de largo plazo y dar nuestro aporte al escenario actual.
Poco antes de que la pandemia nos encerrara en nuestras casas, comenzamos a plantearnos temas, a trazar líneas de trabajo y a investigar en nuestros tiempos libres. Luego le dimos forma a lo que ahora presentamos como Revista Elementos. Lo hicimos con nuestros recursos, con nuestro esfuerzo, con el esfuerzo de otras personas que se fueron sumando, convencidos que la construcción de ideas es más urgente que nunca en este momento.
Este es, pues, nuestro aporte. Lo hacemos conscientes que corren tiempos grises, en los que nuestros gobernantes están empeñados en regresar a un pasado donde la fuerza prevalecía por sobre la razón, donde el caudillo lo controlaba todo, lo manejaba todo, lo corrompía todo, a través de sofisticadas redes clientelares, como lo hacen hoy, como lo hicieron en el pasado, como lo han hecho por siglos de los siglos de nuestra historia.