La pérdida de derechos y libertades parece no tener límites en El Salvador. Cada día observamos nuevas formas de barbarie y deshumanización fabricadas desde el Estado. Y aunque ya nada proveniente del actual régimen produce asombro, es imposible no sentir repugnancia e indignación.
Los actuales gobernantes no tienen nada que envidiarles a los gobernantes del pasado. El país que han edificado es un país regido por el uso de la fuerza y la obediencia a ciegas, la corrupción tecnificada y el clientelismo político, el abuso de poder y la descarada impunidad. Sin olvidar la exclusión social y la profundización de la miseria.
Al final lo único que le interesa a la actual familia gobernante es consolidar sus propios proyectos políticos y económicos, aún a costa de salpicar el camino de sangre.
La destrucción de la legalidad y de la poca institucionalidad construida en las décadas anteriores nos han elevado a un plano de salvajismo estatal. La lista de los agravios sociales es descomunal e interminable. Las personas inocentes detenidas arbitrariamente, torturadas y asesinadas en las cárceles, se justifican en nombre de una seguridad repleta de dudas.
El retorno del militarismo y la violación de derechos humanos a mansalva se ha institucionalizado nuevamente, despertando a una legión de fantasmas que creíamos haber exorcizado para siempre.
Pero ni la gigantesca propaganda de mentiras y falsedades, ni las construcciones mentales de los que integran el coro de cínicos oportunistas puede ya esconder esta montaña de suciedades. Por más que se empeñen en fabricar esquemas de paraísos y prosperidades.
Durante los últimos años han venido tergiversando conceptos para cometer cualquier brutalidad y justificar cualquier ilegalidad. Todo esto en nombre de «una verdadera democracia», donde el estribillo constante es la realización de elecciones periódicas y la obtención de una «mayoría» de votos.
Es verdad que en las democracias modernas el énfasis recae en el desarrollo de elecciones libres. Pero no podemos olvidar que en muchos regímenes democráticos las elecciones libres les han allanado el camino a las dictaduras.
Lo importante, tal como nos demuestra la historia reciente, es defender las libertades y los derechos fundamentales. Una democracia sin instituciones fuertes y un estado de legalidad robusto siempre será presa fácil para los autoritarios.
En esta tergiversación de conceptos hay quienes caen en la trampa de contraponer el liberalismo constitucional con la desigualdad y la violencia social. Como si la constitucionalismo fuera el culpable de esos males sociales. Esa nos parece una simplificación bastante pobretona.
No podemos negar que durante muchos años padecimos una violencia social descarnada. Las pandillas llenaron los vacíos de Estado y aterrorizaron a muchos sectores de la sociedad. Pero la neutralización parcial de este mal (en el actual régimen autoritario) no significa el fracaso del liberalismo constitucional.
No hay que olvidar que el fortalecimiento del estado constitucional de derecho, en la década pasada, fue el que nos permitió la despolitización de algunas instituciones clave y posibilitó, por ejemplo, que un ciudadano cualquiera tuviera el poder de exigirle cuentas hasta al funcionario más poderoso.
Solo de esa manera pudimos comprender qué tan podrida estaba la barca en la que nos conducíamos y denunciar los esquemas de corrupción que nos han mantenido en una profunda abyección desde la fundación de la República.
Lástima que las sombras volvieron a aparecer tan pronto como se vislumbraba una luz en el camino. Lo que nos faltó fue derribar otras puertas para exigir con vigor el cumplimiento de otros derechos fundamentales: una mayor seguridad, una mejor salud, una mejor educación.
Los esfuerzos, desde el estado de legalidad, fueron insuficientes. Sin embargo, el camino recorrido y las lecciones aprendidas nos deben de servir para a espantar a los barbaros que aún nos siguen gobernando.