In memoriam a Otto Mejía Burgos
Una generación no bastaba para articular un país. JL Borges
Al subrayar un rubro esencial de la obra de Otto Mejía Burgos, sobresale su tesón historiográfico. La labor de pesquisa documental resulta asombrosa. Mejía Burgos no se contenta de reciclar antiguas leyendas que circulan en torno a un hecho histórico singular, (re)producir “las cosas” por “sugestión” e “inventar un país” (“Tlön Uqbar Orbis Tertius”). En cambio, su minucioso quehacer de archivo lo conduce a des-encubrir una documentación primaria empolvada, por más de ocho décadas, en las bibliotecas nacionales. Sea que el lector concuerde o discrepe de sus conclusiones, debe reconocer el trabajo de una arqueología del saber que exhuma fuentes históricas desdeñadas.
Por tal compendio, 1932, un mito fundacional cimienta su argumentación en un amplio repertorio bibliotecario, hasta ahora ignorado. El extenso acervo le permite ofrecer un vasto panorama de los eventos bajo escrutinio. Si por ficción borgeana se entiende determinar las múltiples aristas de un poliedro a una “cualquiera de” ellas, en cambio, Mejía Burgos propone situarse en las antípodas de ese proyecto reduccionista. Anhela examinar tantas coordenadas del hecho histórico como se lo permita el expediente descubierto. Explora múltiples periódicos, revistas, archivo eclesiástico y fondos “resguardados en el Archivo General de la Nación”. A continuación —luego de un breve resumen temático— se revisa la manera en que el “mito fundacional” de 1932 adquiere un soporte documental, gracias al archivo factual que sustituye “los imaginarios actuales” por “fuentes primarias” en el olvido colectivo.
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Dividido en doce capítulos, la obra investiga temas clásicos e innovadores. En primer lugar, el libro analiza la crisis del 29, la “organización del comunismo”, el apoyo internacional, la “perspectiva política” y “los juicios a Martí, Luna y Zapata”, “el papel” de los servicios de seguridad, las ejecuciones y la ley de amnistía. En segundo lugar, indaga nuevas temáticas como varias “medidas gubernamentales” y controversias políticas, la cuestión campesina y obrera”, “las pláticas y doctrinas anticomunistas”, la influencia de la “Iglesia Católica” y la “perspectiva racial”. Este complejo entramado distingue el quehacer historiográfico que reemplaza la mito-poética por una documentación fáctica. Cada uno de esos contenidos merece un breve comentario crítico a desarrollar en seguida.
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En efecto, si la crisis del 29 analiza cómo el déficit de los regímenes anteriores (Pío Romero Bosque, Arturo Araujo, etc.) lo solventa el martinato, la formación del movimiento comunista revela nombres inéditos en los anales de la historia nacional. Desde el empréstito de 1922, al menos, la deuda externa conduce a establecer restricciones presupuestarias que acentúa la crisis. Obliga a “recortes de salario” y a la contracción de “préstamos a los caficultores”, entre otras medidas. En cambio, con “el presidente Martínez” se revierte el espasmo económico al “dinamizar los rubros productivos, evitar el despilfarro y empezar a pagar la deuda externa”. Hacia enero de 1933, se nota “una leve mejoría”, la cual se observa con mayor ímpetu hacia mediados de 1935.
Desde finales de los veinte, los recortes monetarios propiciaron una reorganización de las “agrupaciones de trabajadores”. Se difunden “diversos tipos de socialismo”, por medio de charlas a los obreros, y se logran contactos con el movimiento internacional. Si esta divulgación sucede de manera paralela a actividades literarias tan prominentes —como la llegada de la chilena Gabriela Mistral (septiembre-octubre de 1931) y la exaltación indigenista— es porque no existe un enlace directo entre ambos rubros sociales: el político revolucionario y el canon artístico-literario.
Por ese divorcio tajante, las personalidades que merecerían un reconocimiento las destierran los anales de la historia literaria, salvo por la figura de Miguel Mármol, que Roque Dalton introduce al testimonio tardío, sin manifiestos indígenas en su idioma materno. La potestad de la literatura se impone al acto político —sotierra el hecho en sí— al convertir la palabra escrita en el sustento de la memoria. Sean nacionales o extranjeros, los promotores regionales del “comunismo salvadoreño” y sus apoyos internacionales los proscribe el recuerdo, al no calcar su deposición la tradición letrada.
En ese sentido, si realmente la memoria histórica sustenta el recuerdo vivo del pasado, el rescate no lo iniciaría la defensa de Farabundo Martí —tampoco la de Luna y Zapata— ni la condena de la matanza o etnocidio. En primer lugar, años antes de la represión, una amplia recordación les concedería nombradía a los impulsores “del comunismo salvadoreño” y a sus contactos internacionales. En seguida, se indagaría el apoyo casi absoluto al golpe de estado en diciembre de 1931, incluso por el propio Alberto Masferrer (Diario Latino, 6 y 10 de diciembre de 1931) y revistas teosóficas como Cypactly. Tribuna del Pensamiento Libre de América (8 de diciembre de 1931 y 1º de enero de 1932) o el Repertorio Americano (12, 22 y 23 de diciembre de 1931). En un tercer momento, se reconocería a los líderes regionales de la revuelta, enumerados algunos en el libro de Mejía Burgos.
Sólo entonces, en cuarto lugar, sucede la represión y su condena, las cuales no se agotan en sí, ya que el martinato se prolonga por años, gracias al apoyo de una labor intelectual indigenista y literaria (véase: Torneos universitarios, Imprenta Nacional/Publicaciones de la Universidad Nacional, 1932/1933). En efecto, tal cual lo menciona el autor, si se vindica a Salarrué por honrar a Martí en 1933, con anterioridad, se defendería el “gesto” solidario de Jacinto Castellanos Rivas —Secretario Personal de la Presidencia— al abrazarlo y acompañarlo al patíbulo, junto a otros militares. Igualmente, debe vindicarse la presencia del sandinista Gustavo Alemán Bolaños quien también visita a Martí en la cárcel y “le doy a usted las gracias de viva voz” (El Día, 1º de febrero de 1932), a la vez que le reclama su desviación comunista. En ese instante trágico, las oposiciones políticas se diluyen en el réquiem de una de tantas figuras urbanas cumbres de ese año. De establecer períodos estrictos, sin reduccionismo partidario, la secuencia cronológica señalaría: 1) difusión del comunismo (inter)nacional, paralela a la formación de un canon literario salvadoreño (ojo: las paralelas se juntan en el infinito, es decir, en la Muerte); 2) golpe de estado; 3) revuelta comunista e indigenista, líderes regionales; 4) represión y condena; 5) apoyo al martinato en nombre del pacifismo y del indigenismo nacionalistas.
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Además, Mejía Burgos anota que la represión generalizada no se debe sólo a la “necesaria intervención del ejército”. En cambio, al exceso estatal contribuye la sociedad civil que, organizada en guardias ciudadanas, incrementa y legitima la matanza, al igual que la Iglesia Católica según se verá al final. Compuesta por “individuos de distintas clases sociales”, los grupos paramilitares impulsan “la tranquilidad pública” en aras de un nacionalismo anti-imperialista que “neutralizaría” la intervención extranjera, en defensa de la “soberanía nacional”. Sustituida en marzo de 1932 por la “Legión Pro-Patria”, su directiva señala el abigarrado estamento social del país. Entre sus altos miembros destaca “Maximiliano P. Brannon”, hermano de Claudia Lars (para la actividad poética íntima y maternal de Lars en 1932 sin “el 32”, véase: Repertorio Americano). En “el Pulgarcito de América” (J. E. Ávila, 15 de septiembre de 1937 en honor a M. H. Martínez), toda actividad política y literaria regionalista la regula un sistema de parentesco único. De enfrentarse en conflicto abierto, la tupida consanguinidad culminaría en el fratricidio o, si se prefiere, en el recelo edípico.
Junto a esa Legión Pro-Patria, la sociedad civil participa activamente fundando otras instituciones paramilitares y patrióticas que combaten el comunismo y defienden la soberanía nacional. Mejía Burgos destaca la Corporación Republicana de Orden y Seguridad Pública, que “recauda fondos entre el público en general”, pero ante todo gracias a una “alianza entre el estado y los grandes capitalistas”. De menos cuantía financiera, sobresalen el Comité de Señoras y Señoritas de San Salvador y el Grupo Democrático Pro-Paz y Justicia —cuyo sesgo de género queda sin comentario. También resaltan el Consejo de Orden Público y la Sociedad “Adrián Rodríguez” en Zacatecoluca, el “pequeño comercio”, la Junta Patriótica, los “consejos departamentales” de la Asociación Cívica Salvadoreña, “conferencias anticomunistas” en “la ciudad y en el campo”, pláticas pacifistas y culturales en Ilopango, etc. Se trata de una compleja y extensa red de apoyo al régimen que legitima su mandato por un vasto arraigo en la sociedad civil. Su presencia evidencia la reiteración de personajes que —como Alfonso Rochac— exalta al indígena de Izalco ante Mistral (El Día, 23 de septiembre de 1931), para luego aclamar el pacifismo anti-comunista en Ilopango. Ambos rubros —indigenismo y pacifismo— legitiman la nación a reinventar para evitar otra revuelta comunista.
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En cuanto a la cifras de muertos, Mejía Burgos verifica lo volátil que resulta según “la subjetividad” política “del relator”. Estos cálculos oscilan de los cuatro a los treinta mil, inclinándose por asegurar que tal vez “el etnocidio no fue de las proporciones que ahora se maneja”. Las estadísticas se inflan “para usos políticos interesados de la actualidad”. Aún así —en una correlación “de 100 a 1 a los muertos causados por los insurrectos”— “la incineración de cadáveres” se acompaña de un “hálito repugnante” que raya en lo macabro. La ley de “amnistía” general la decreta la Asamblea Nacional el 8 de junio de 1932, la cual exime a los “revolucionarios” y a quienes combaten “el comunismo”, en un acto de presunta igualdad jurídica de ambas partes. Es posible que esta paridad legal jamás la aplique la práctica jurídica cotidiana.
Ante sucesos tan dramáticos, “las medidas gubernamentales” se multiplican no sólo a nivel represivo, sino también “preventivo” y reformista. Anteriormente, se cita la participación de la sociedad civil al régimen estatal, excediéndolo en su intención represiva. Empero, la prevención también influye en las novedades jurídicas del régimen al implementar una especie de “mínimum vital” masferreriano. El ideal consiste en “transformar el modo de producción a formas más justas”, otorgando “casas baratas” entre otras medidas. Para ello, se sensibiliza a “las clases pudientes” a desarrollar “las condiciones materiales de vida de las masas”. Se aprueba “la Cartilla del Trabajador” para lograr una “armonía entre el trabajo y el capital; se organizan “cooperativas de Crédito y consumo”, y se forman “Juntas de Conciliación departamentales”. Se modifican “los Códigos Penal y de Instrucción Militar”, al igual que se impulsan “el sistema de salud y de educación” para “mejorar las condiciones materiales de las clases laborales”.
En la rama educativa, se realizan acciones en las escuelas públicas, a la vez que se “supedita la Universidad Nacional” al gobierno. Un acto público singular y acallado lo celebran los “torneos universitarios” (1932/1933) que conmemoran un doble centenario: el poético-fantástico de J. W. von Goethe (1749-1832) y el independentista de José Matías Delgado (1867-1832). Al renovar en el presente un enlace entre la fantasía y la política, a las autoridades estatales las avalan los mandos docentes, el estudiantado (AGEUS), el Diario Patria, Cipactly, y los escritores indigenistas de prestigio, en su ideal pacifista por evitar otro conflicto armado futuro (véase ilustración del índice, cuyos ponentes en orden son: Manuel Quijada Hernández (Secretario General de la Universidad de El Salvador, V-VIII); Primera Parte. Homenaje a Goethe (1): Jacinto Paredes (3-31), Sarbelio Navarrete (33-55), Salarrué (57-68) y Adolfo Pérez Menéndez (69-92); Segunda Parte. Homenaje al Padre Delgado (93): Francisco Gavidia (95-106) y Miguel Ángel Peña Valle (101-107) y Alberto Rivas Bonilla (109); Otros asistentes de prestigio: Señor Presidente de la República, Señores Ministros de Estado, Señor Rector de la Universidad, Colonia Alemana, etc. Se anota la ausencia de escritoras ponentes en ambas conmemoraciones).
El juicio más contundente lo expresa Francisco Gavidia para quien, en 1932, “la democratización de toda América” (95) resulta de una gesta “del pueblo” (96). Acaso El Salvador repite la proeza heroica de “la gran constituyente de 1824” (99), mientras los demás ponentes ratifican que la “obra” de los próceres “está en nosotros” (107), ya que “el jefe de la pequeña República resiste” (99) por un dictado divino que asocia las palabras “Theos” y “Teot” —“greco-latina” y “nahuate o pipil” (99)— con el sacrosanto nombre del país. Tal llamado de apoyo pedagógico y vocacional al gobierno, lo reitera Salvador Cañas en “La hora de los maestros” al emprender “la salvación nacional”, por medio de las letras (Cypactly, 28 de febrero de 1932). El ideal es que “la labor de los intelectuales, Paredes, Navarrete, Pérez Menéndez y Salazar Arrué (Salarrué)” quienes “acudieron presurosos a ofrecer” su apoyo (Torneos, VI), colme la “liberación de sí” (57) que efectúa el gobierno en lo social.
Para la difusión de la literatura nacional, resulta relevante la “Ley de Imprenta” que establece normas precisas para toda publicación. Como “ejemplo concreto de la censura”, Mejía Burgos cita la reprensión al Diario del Salvador y La Brújula de Zacatecoluca. Acaso esta severa prohibición cuestione la referida subjetividad del relator actual, quien juzgaría una “maquinación tramada contra el Estado”, las publicaciones poéticas que el mismo régimen percibe como inofensivas a su hegemonía, es decir, la teosofía, el regionalismo y el indigenismo que lo sustentan. Sintomático de esa coerción resulta que “el censor de prensa” se llame Gilberto González y Contreras, esto es, el primer poeta a denunciar la matanza a su salida del país. Su cargo expresa el síndrome subjetivo de la actualidad —que lo tilda de escritor “leninista” (J. Berverly & M. Zimmerman, Literature and Revolution, 1990: 121). Acaso, de verificar tal hipótesis en boga, toda posición revolucionaria radical no se asumiría sin un precedente fascista, reaccionario, que motiva su compromiso posterior. Tal vez su verdad de archivo —de censor de prensa a marxista— corrobora una unión insospechada de los contrarios, ya que “en sus dos primeros períodos” (1931-1934 y 1935-1939), Martínez recibe un aval generalizado, según lo comprueba Mejía Burgos.
En efecto, como lo demuestran los editoriales de El Día en 1932, González y Contreras es un defensor acérrimo del martinato en ese año clave. Sólo la falta de una labor historiográfica separa el trabajo periodístico del autor de su obra poética posterior en el extranjero: sous rature derridiana. En medio de “la zozobra y las opiniones contrapuestas”, el censor de prensa rebate la condena de la matanza que publica Juan del Camino (Octavio Jiménez Alpízar) en el Repertorio Americano de Costa Rica (enero y febrero de 1932). De igual manera, Juan Ramón Uriarte defiende el nuevo régimen en México y Miguel Ángel Espino lo hace en Guatemala.
De nuevo, si Uriarte participa en las charlas a los campesinos comunistas, antes referidas, Espino será recordado por su novela tardía Hombres contra la muerte (1940). Debe desdeñarse el compromiso de esos tres escritores que respaldan el etnocidio en el año clave de 1932. Por paradoja sublime, el poeta que más se apegaría a los hechos del 32, González y Contreras, es quien con urgencia oscila entre los extremos políticos: de la justificación a la condena de la matanza. Acaso, de manera más sutil, sucede con otros escritores que el siglo XXI juzga comprometidos en su denuncia de la dictadura, tal cual lo demuestra el Diario Oficial de 1932 en el recorte siguiente.
De aplicar una ley vigente en otras latitudes geográficas —“el síndrome de Vichy” (Henry Rousso, 1988)— el apoyo inicial a un régimen represivo se revierte hacia su sanción postrera al vislumbrar su descalabro, o bien en el remordimiento tardío de una colaboración previa. Acaso habría un “San Salvador de Vichy” en un silencio penitente. El sentimiento nacional más cercano al francés lo expresa Quino Caso. Bajo un sesgo shakespeareano de “complejo de culpa”, reproduce la conciencia colectiva de una generación ante los eventos de 1932. Frente a “la orgía de sangre”, aparece el espectro de Macbeth gritando: sleep no more! (Tribuna Libre, 25, 29 y 31 de enero de 1952). Mejía Burgos reconoce que “un trauma psicológico” afecta tanto a “los hacendados como” a “los campesinos”.
No en vano, ante la debilidad del régimen, sin reconocimiento internacional, es necesario legitimarlo en el extranjero. Esta defensa intelectual la vuelve más ardua la revuelta de enero y su represión desmesurada. No sólo debía acreditarse el reciente golpe de estado sino —prosiguiendo una agenda nacionalista— se justificaría la matanza como intromisión extranjera del comunismo mundial. Ni más ni menos, le corresponde al primer poeta “leninista” —quien entabla las denuncias inaugurales de la matanza— “asegurar que los medios fueron dolorosos pero necesarios”.
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El apoyo intelectual al general Martínez lo reitera la Revista de el Ateneo de El Salvador en 1932, entre quienes figura José María Peralta Lagos. Mejía Burgos revisa una serie de artículos cuyo contenido apunta a resolver “el problema campesino y obrero”, desde una perspectiva que justifica el gobierno y programa sus reformas futuras. Mientras José Tomás Calderón propone reorganizar “los elementos productivos”, arguyendo que al “oriente del país” existen zonas “semi-pobladas”, por la radio Osegueda sugiere regenerar al campesino cuyo “proceso de deshumanización” lo inadapta de “las normativas sociales”. La restauración de la comunidad tradicional —como “La botija” de Salarrué, en refrenda oficial (Boletín de la Biblioteca Nacional, 1º de mayo de 1932)— ofrece el modelo según la añoranza de un “pasado que siempre fue mejor”. En el imaginario intelectual, esa mejoría resurge de un héroe quien sustituye la pereza endémica por el trabajo diligente, para que la tierra le prodigue los tesoros perdidos de antaño, sin recurrir a la violencia del comunismo.
Habría que emprender la “obra restauradora” del “proletariado” por una acción económica —“casas baratas y “reparto de tierras”— y otra de orden educativo. En lo económico se anhela “compactar las fuerzas del capital y del trabajo” —quizás en un nuevo modo de producción donde la moneda, contante y sonante, reemplace el antiguo pago en “fichas”. En lo pedagógico, un modelo similar al “leer y escribir” masferrerianos lo aplicarían las “escuelas rurales modelos” que “educarían al indio” apartándolo del comunismo. Para completar el marco de intelectuales, un Secretario Personal de la Presidencia se llama Alfonso Espino, quien aconseja mejorar “la vivienda campesina”. Sin duda, también insinúa la lectura del libro que nombra Jícaras tristes (Publicaciones de Universidad de El Salvador, 1936) de su hijo Alfredo, como modelo de idealización de un mundo pretérito sin deshumanización comunista. Además, se sustituye el pago en fichas de bronce o aluminio por el monetario; se implementa un “Botiquín Rural Ambulante” y la agricultura nacional que resuelva el “problema campesino”, en sus diversos ángulos del laboral al intelectual.
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La “difusión de pláticas y doctrinas anticomunistas” debería apoyar esa labor de rehabilitación moral del campesino descarriado. Las charlas inculcan la “soberanía nacional” y el sentido de patria quebrantados por las doctrinas ajenas a la identidad salvadoreña. Se anhela reeducar al obrero y al campesino demostrándole la manera en que el comunismo induce la disociación social y familiar. Asimismo, se organiza una campaña anti-alcohólica que revierta “el dinero maldito” de la embriaguez hacia el bienestar familiar. Para redondear el lienzo anti-comunista, las charlas insisten en la coerción de la libertad y el ateísmo devastador.
En la infidelidad comunista del dogma cristiano, la Iglesia Católica interviene como aliada incondicional del estado. No sólo ofrece una misa de campaña en el atrio de la Catedral metropolitana (El Día, 25 de febrero de 1932 y Diario Latino, 29 de febrero de 1932), sino sus prédicas y revistas autorizan la matanza, acaso en legítima defensa. Como el vitalismo masferreriano, la doctrina eclesiástica exhorta a una reforma social que reconozca al trabajador por su salario. Debe propiciarse una reconciliación entre el capital y el trabajo. En breve, el descarrío comunista de las masas no lo genera sólo una crisis financiera sin precedente. También lo propicia la difusión de una doctrina ética disolvente: el marxismo soviético. Tal desvío moral lo solventaría la educación católica aunada a la renovación social.
La última temática de Mejía Burgos desglosa “los aspectos raciales del 32”. Descuella la reedición del libro La amenaza del sub-hombre (1922) de Lohtrop Stoddard que, bajo “un darwinismo social”, identifica al comunista como “biológicamente inferior”. La jerarquía social y, ante todo, la racial se adquiere por herencia y su disolución, en vez de conducir al progreso, implica una regresión histórica. En el recuadro salvadoreño, Mejía Burgos señala que “la prensa identifica a los indios como comunistas”, lo cual establece una equivalencia con las tesis de Stoddard. Además, los describe en términos de “indios ebrios” y “desnudos”, para acentuar su carácter “primitivo”. Las imágenes confunden la filiación política con la étnica, justificando el linchamiento colectivo del izalqueño Feliciano Ama, “líder de las turbas rojas” en su pueblo.
Pese a ello, Mejía Burgos duda caracterizar la matanza como acto de “limpieza racial”, ya que prevalece “la vinculación con el movimiento comunista”. En esta condena, cabe una enorme responsabilidad de “los cuerpos paramilitares como las guardias civiles”, quienes actúan de manera autónoma sin apoyo estatal. El autor culmina señalando que tanto “el patrocinio oficial a la Escuela Rural de Indígenas” en 1932, al igual que la subsiguiente “política de la cultura” de índole indigenista, cuestionaría la inculpación del martinato como “una política racial anti-indigenista”. Se sabe que la primera gramática náhuat-pipil escrita por un salvadoreño —la de Tomás Fidias Jiménez (1937)— se la dedica al general. Igualmente, ante un canon literario monolingüe —sólo en castellano— la única salvadoreña cuyo trabajo de campo recopila un amplio legado mito-poético náhuat-pipil, María de Baratta, también colabora con el régimen.
Además, de expandir el espectro racial dualista del indígena y el blanco hacia lo afro-descendiente, la única novela de Salarrué, sin censura estatal en 1932, se intitula Remotando el Uluán. En esa “realidad íntima y personal” (H. Lindo en Salarrué, Obras escogidas, LXXVII), la presunta fantasía sueña con “Gnarda”, “perfectamente negra y perfectamente bella”, quien “iba desnuda como toda mujer” (Obras escogidas, 1969: 250), es decir, como indígena “primitiva”. En breve, se sospecha que la “fantasía” piense aristas vedadas por la historia nacional, tal cual la existencia de la mujer —la problemática de género— al igual que la de una población afro-descendiente, en un país dizque enteramente mestizo. El viaje espiritual del hombre blanco lo sustenta el cuerpo sexuado de la mujer "negra".
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Con este nuevo libro alrededor de 1932, Mejía Burgos documenta múltiples aristas de un suceso tan complejo que continúa adaptándose a la óptica política contemporánea: la aludida subjetividad del relator actual. Al hurgar el archivo fáctico, su labor historiográfica exhibe un nítido ejemplo de arqueología del saber. El desentierro de registros originales responde a la noción náhuat-pipil del testimonio: ixpantilia. Una sola palabra se glosa “deposición de hechos oculares ante un amigo o autoridad”. Las opciones aleatorias de la memoria histórica —tan largas como el olvido nerudiano— se contrastan al expediente que exhuma la visión de quienes viven un suceso. Los hechos no se reducen a lo puramente factual, ya que su acontecer sucede al frente —ix-pan— ante los ojos de autores sociales. Ahora ausentes, esos antecesores no comparten el horizonte político en boga del siglo XXI. Mejía Burgos no recrea los hechos, únicamente, sino indaga la manera en que se reflejan en la conciencia colectiva de los agentes difuntos. Con esos desaparecidos, ningún contemporáneo en vida comparte el horizonte de la mirada.
En el 2015-2016, ante una crisis similar a la del 29, en pleonasmo borgeano, el arte articula una nueva identidad nacional. Más allá de la violencia cotidiana, se anhela “inventar un país”, así sea por “sugestión” de “mitos fundacionales” u otros recursos represivos y preventivos. A guisa del escritor, el pretérito remoto se poetiza en aras de un nacionalismo re-volucionario. En el eterno retorno subjetivo de lo mismo, El Salvador se halla en el extranjero: véase el libre arbitro en el uso de las mitologías náhuatl-mexicanas, quichés, maya-yucatecas, etc. —al referir la vivencia náhuat-pipil de 1932— desde Cenizas de Izalco (1964) de Claribel Alegría/Darwin J. Flakoll, Yulcuicat (1965) de Pedro Geoffroy Rivas y Catleya luna (1974) de Salarrué, hasta el presente. A contracorriente de la mito-poética nacionalista, Mejía Burgos revela un archivo factual que sólo un “San Salvador de Vichy” llamaría “caja de Pandora”. Casi toda historia oficial se imagina siempre la perspectiva hegemónica única (2+2 = 4 ≠ 10-6 ≠…), en una polémica democrática imposible. No existe réplica a la supremacía estatal que no se juzgue falsa, sea por “reaccionaria” o “comunista”. Hasta que no se admita la diferencia (2+2 = 10-6…), el diálogo actual en torno a los Muertos obstruirá todo proyecto democrático de nación, en un presente sin tendencias alternativas en debate.