Abstract:
Since the present recovers the past, the winner restores the legacy of the vanquished, reconstructing the «process of Death». This dual paradox defines «La abertura del triángulo (The Oppening of the Triangle)» (1968) by the Salvadoran writer Napoleón Rodríguez Ruiz (1910-1987). Thanks to the double conversion —the past in the present, the other in the same— an ancient Guatemalan book, Popol Vuh, describes current events in El Salvador. The legacy of the Quiche highlands metaphorically describes the experience of the Nahuat-Pipil lowlands. This literary desguise allows poetics to talk openly about a forbidden topic: violence among equals. If Marxism usually proclaims history as a class struggle, a struggle in the same class or fratricide constitutes its denied complement. A mortal fight to posses the legacy of dead ancestors complements the fight for material and financial needs.
I. Doble paradoja
En 1968, al obtener el «segundo premio» en el «certamen nacional de cultura», los quince (15) relatos que componen «La abertura del triángulo» de Napo- león Rodríguez Ruiz califican cómo manera de «darle vida y encanto a la tradición de los pueblos mayas de Centroamérica». A este juicio del jurado calificador, se añade el criterio del autor quien afirma recobrar los «valores de la raza indígena», «leyendo el Popol Vuh». Esta descripción iría de sí, de no ser por tres relatos que retraen el pasado al presente. Se intitulan «Las cosas sucedieron a las 12», «Las piernas rotas» y «Un hombre y una máquina», los cuales —a juicio del autor— su inclusión evita «la monótona lectura» del libro. Del choque entre el obrero y el gendarme, la dualidad de todo andar a dos piernas, al rescate presente del pasado, la narrativa indica una idea de la historia. Conflicto, dualidad y memoria.
Como lo afirma el primero de ellos, «para nosotros en las celdas sólo existe el presente». Basta suprimir «las celdas» por «el encierro, la cuarentena, el confinamiento» para transportar ese libro de relatos a hechos contemporáneos. «Para nosotros en el confinamiento sólo existe el presente». El pasado lo evoca siempre el presente —lo confirma el último cuento— en su deseo de «relatar el proceso de mi muerte», objetivamente, el proceso de la muerte ajena. Rodríguez Ruiz intuye que la clásica oposición entre lo subjetivo y lo objetivo —la poética y la historia— la reconcilia el hablar del pasado en el presente. A menudo oculto, siempre existe un propósito actual al referir ciertos hechos selectivos del pretérito y disimular otros en el desdén narrativo.
Quizás «El sueño de Cuachimichín» vuelva explícito el propósito nacionalista inicial de Rodríguez Ruiz. «Este libro no es otra cosa que una presentación sintética del patriotismo cultural». El relato narra la invasión quiché hacia «el poderío pipil» como «misión de conquista». La presunta llegada de «hombres extraños» que «nadie creía» la anticipa la venida de «huestes quichés» que se internan «hasta las llanuras de Cuzcatlán». Derrotados gracias a la magia de Cuachimichín —multiplicado en sus guerreros; quíntuple como mano abierta en estrella— los pipiles derrotan a los invasores quichés y capturan «numerosos prisioneros». Pese a que Cuachimichín desea «celebrar el triunfo con sacrificios humanos», el pueblo lo rechaza su designio y lo mata también como si fuera rehén de guerra. En «epílogo inesperado», Cuachimichín acaba aniquilado por el pueblo mismo que libera de la incursión enemiga.
Este relato redobla la paradoja de la historia al referir una «muerte», cuya realidad plena «empieza» al «hablar nuevamente el muerto». La escritura revive a sus personajes en la presencia del relato. A esta exigencia —resucitar el pasado en la palabra— se añade que «La Biblia indígena» en lengua quiché la adapta el triunfo náhuat sobre sus primeros conquistadores. El pasado le pertenece al presente; el relato de la Muerte, al vivo. De igual manera, el libro en lengua quiché — de los altos de Guatemala— lo restituye el «patriotismo» salvadoreño en su larga dimensión náhuat. En esta doble reversión —la presencia de la palabra revive el pasado; lo náhuat, el legado quiché— lo difunto y vencido perviven en la poética viva del vencedor.
En esta conversión, los relatos reflexionan sobre los conflictos actuales revestidos de un pasado que no pasa. En su presencia, ese pretérito se llama violencia entre iguales. Aun si refiere la represión militar contra los trabajadores que exigen mejoras salariales, en su mayoría, los demás relatos describen luchas intestinas por imponer la verdad. Sin importar el atributo de esa certeza —artística, científica, política, religiosa, etc.— siempre su logro presupone la violencia contra el hermano.
II. Fratricidio
Dos relatos —«Los mellizos» y «La venganza de Hunaphú»— plantean de manera bastante explícita la confrontación mortal entre hermanos. Si el primero describe la dificultad de compartir la riqueza financiera entre el rico y el pobre, el segundo agrega la necesidad de adaptar el pasado al presente. La lucha a muerte por el bienestar financiero la completa la disputa por apoderarse del legado ancestral. Los hermanos enemigos combaten por controlar una doble herencia: la económica, las finanzas y la fúnebre, embargar el legado de la Muerte.
Este conflicto interno lo redobla «La venganza de Hunaphú», al referir cómo Humbatz, el hermano mayor despótico, «hacía sentir su crueldad en el seno de la familia». Ante todo, su mandato irracional lo ejerce contra su hermano Vukub Hunaphú, a quien obliga a trabajar sin descanso ni retribución. La «envidia» se apodera de Humbatz, ya que no posee el «don de la adivinación» de su hermano maltratado. Esta obvia gracia del saber le permite «penetrar en el secreto del tiempo y en el pensamiento de los Dioses». Hoy se diría, Hunaphú le ofrece a su comunidad un claro proyecto de sociedad, esto es, una idea de la política nacional.
Para evitar su triunfo, Humbatz lo envía hacia «el cerro Turukaj» y hacia «las canteras de Pokojil». Gracias a ese rescate podría restaurar la «imagen del Dios», es decir, el ideario político de la comunidad. El obstáculo más grave lo impone cruzar el «río de sangre» —que «hecho de tiempo y agua»— documenta la historia. Cada gota «roja» semeja la huella que el paso de los ancestros plasma en la geografía. El río es la escritura (graphos) del terruño (geo): la Biblioteca Nacional. No en vano, la travesía, Hunaphú la completa gracias a un «árbol recién derribado» el cual le ofrece «un puente milagroso» hacia el pasado que es un futuro. Gracias al puente traspasa del recinto de los vivos hacia el de los muertos, quienes perviven junto a los Dioses. Quienes son los Dioses. Se sabe que el árbol sagrado —axis mundi— hunde sus raíces en la morada de los Cielos, estancia divina.
La travesía de Hunaphú no sólo completa un viaje mítico hacia los infiernos de donde rescata la presencia del pasado. También, gracias a ese «barro sagrado» y «piedra ungida», esculpe la imagen de Dios. El Dios no es otro que un nuevo proyecto de sociedad, ya que como regente Hunaphú «ocupa el lugar de su hermano». Según la perspectiva de Vacab-Caquix, «crearé el mundo a mi manera» significa destruir todo lo existente antes de reconstruir un «mundo perfecto» y «feliz». De este axioma exterminador se deriva la ambigüedad de todo símbolo y de la utopía misma. Como el agua —a veces fertiliza; otras, esteriliza— la utopía se funda en el fratricidio.
Esta misma idea poética de la historia la refrenda «El suicidio de Chamiabak». El río divide el territorio en dos barrios disímiles. Hacia el «Sur» se extiende la comarca de «los resucitados», en la cual viven los muertos. Hacia el otro lado, se asienta la región de los seres vivos. De nuevo, si la historia hurga documentos primarios en la Biblioteca Nacional, la poética exige rastrear «el correr interminable de las aguas». De sus gotas brotan los muertos como las plantas de la semilla. Se trata de una versión alternativa de la historia nacional, quizás en el conflicto interminable entre la razón y el sueño. Sólo el sueño convoca el deseo, al identificar «la tierra» con «la loca lujuria», mientras imbuida de política la razón la monopolizan los hombres.
Por ello, existen dos «Consejos Supremos» que gobiernan el país, el de los vivos y el de los muertos. El del presente y el del pasado. «Los ancianos vivos» constituyen el primer Consejo quienes dictaminan la interpretación correcta del legado de los «ancianos resucitados», esto es, la historia nacional. Una vez establecida en resurrección escrita, este segundo Consejo guía las leyes que del presente conducen al futuro. Y el sueño se diluye en los escombros de esa utopía viril.
Por esta nueva legislación de lo imaginario —el pasado en el presente— la lucha voraz entre los hermanos enemigos la desdobla la necesidad de actualizar «el proceso de la Muerte». La batalla por apropiarse de las finanzas —base de la economía familiar— la completa el combate a muerte por justificar el presente en el pasado. La interrogante por resolver —a quién le pertenecen «los resucitados»— suscita una batalla campal tan destructiva como la lucha por el presupuesto público.
Este doble conflicto —material y espiritual— lo reitera Tzontemoc cuyo «hermano gemelo», Mictantecuhtli, reconoce que por cada mundo fraternal que pervive, existe otro mundo emparentado que sucumbe en las aguas torrenciales de la Muerte. Al encontrar a su imagen dual —la integridad plena de su ser— la vida cambia de ritmo. Enfrenta a su gemela la Muerte como el retoño, el otoño, viceversa, el entierro oscuro del grano, la luz de la Flor (Anthos).
III. Coda
Desde la antigüedad clásica, la historia y la poética se conciben como enfoques paralelos hacia lo mismo. La distinción inicial remite al paso de lo particular a lo general. «Rodríguez Ruiz come pupusas al celebrar su premio en el certamen de cultura en 1968» califica como «historia», ya que transcribe un hecho singular. Sin embargo, «los salvadoreños comen pupusas (en 1968)» remite a la poética por su abstracción totalizadora. Por eso, se concluye «la poética es más filosófica que la historia». La interrogante es si esta diferencia clásica resulta la única posible al prescribir una separación tajante entre esos ámbitos.
En el caso particular de Rodríguez Ruiz, luego de reunirse en el presente —el único tiempo que existe en nuestro encierro humano— la poética traspasa la experiencia ajena del pasado hacia lo propio y actual. En este doble desplazamiento —temporal y personal— el pasado no pasa, sino prosigue el hado de los astros en su revolución sinódica. Según el estribillo inglés «it’s that time of the year again», la poética transcribe el eterno retorno de lo mismo. El pasado del Otro se acomoda al presente de lo Mismo. El libro quiché lo adapta a reflexionar sobre la experiencia náhuat, como si Guatemala fuese El Salvador o la ecología de las altas montañas equivaliera a la de las tierras bajas. El pasado es el presente de la palabra, mientras lo Otro pervive en la palabra de lo Mismo.
Esa identidad repetitiva se llama violencia. En su representación, los relatos establecen una distinción crucial con el axioma marxista de la historia: «la lucha de clases». Sin negar la incidencia de esta confrontación, en su reverso poético, Rodríguez Ruiz inscribe «la lucha en la misma clase». Se trate de hermanos, familiares, parientes lejanos, colegas, camaradas o a penas conocidos, la violencia irrumpe entre miembros de un mismo grupo social. No sólo intenta apoderarse de los medios materiales que sustentan la economía y las finanzas. Además de esta obvia apropiación de los renombrados “medios de producción”, el conflicto mortal entre iguales exige acomodar el pasado nacional al presente político. Esto es, decomisar la Muerte.
La Muerte. El dilema por resolver es a quién le pertenece la Muerte. A quién le pertenecen los Muertos. Si la historia tiene razón al convertir a los ancestros en objetos, la poética reclama que «el proceso de mi muerte» se acepte en experiencia propia como el dolor, la enfermedad y otras afecciones corporales y psíquicas. «El dolor de tener las piernas rotas» podría implicar que «la memoria no registre los hechos inmediatos», pero jamás reniega de «la ciudad…metida en la entraña». Esto es, la poética tatúa el cuerpo. Proclama el regreso a los Infiernos donde yacen los Ancestros.
Ese documento primario lo otorga la vida misma sin «artimaña», así como la Biblioteca Nacional la archiva el terruño. Por ello, la poética exige «volver a la vida» y —se insiste— «relatar el proceso de mi muerte», antes que la objetividad exclame «empieza a hablar nuevamente el muerto». La poética transcribe aquella sinrazón que autoriza a los más vivos confiscar la experiencia ajena de la Muerte.
En definitiva, se trata de una quíntuple distinción engarzada en la única temporalidad existente, el presente del encierro, a saber:
1. lucha de clases vs. lucha en la misma clase, fratricidio
2. hablar de lo Otro en el pasado vs. hablar de lo Mismo en el presente
3. el pasado como objeto vs. el pasado como sujeto, hablar en vida por la Muerte
4. revolución como cambio utópico vs. revolución sinódica de la violencia entre iguales
5. ciencia vs. experiencia.
El anhelo por decomisar la muerte ajena —los ancestros difuntos— justifica el proyecto político del futuro. Ese porvenir, el presente lo forja a su imagen y semejanza, luego del viaje de rescate al inframundo.
PD.: Sólo «El hombre de tierra» exalta el protagonismo femenino en su libre arbitrio de pareja. Esta oportunidad se la concede la deformidad masculina de quien aún no accede al rango del «hombre de maíz». Todos los demás relatos insisten en que la acción política emana del ímpetu viril. Apenas insinuada, la sexualidad imagina la tierra como cuerpo femenino que el hombre observa a «ojos distantes». «Loca de lujuria», la poética remueve los cimientos viriles de la historia política («El suicidio de Chamiabak»). En verdad, «El pintor prodigioso» certifica que la representación —«lienzo» de «doncellas»— vuelca lo Real en realidad social. Este traspaso sucede al verificar que «la magia de la carne» femenina embriaga el poder político del hombre. A la lectura de averiguar si «la naturaleza…confabulada contra» el hombre expresa una revuelta de la mujer «Vukub-Caquix»). También por esta revancha, «la caricia del agua» provoca el temor a la extinción de la etnia. No hay «una sola mujer preñada» («Un viaje al infierno»). Por último, en la preñez, el ser humano y la semilla identifican su origen de retoño al salir de su oscura cuarentena inicial.
Interesante relato. Revolución como cambio utópico,no logro encontrar ese espacio en la revolución diaria que vivimos, no logro captat el concepto como otros lo entienden y manejan. Cuando uno se hace viejo ya no piensa como cuando era joven.... Fraticidio en la lucha de clases que hoy es otra. Gracias.