Hoy, 10 de octubre, es el día mundial de la salud mental y día del psicólogo/a salvadoreño. La salud mental, según la Organización Mundial de la Salud, es «el goce del grado máximo de salud que se puede lograr; es un derecho fundamental e inalienable del ser humano, sin distinción de raza, religión, ideología política o condición económica y social».
Pero ¿qué implica tener un grado máximo de salud en un país dónde la violencia está a la orden del día desde hace años? No basta con hablar de terapia, meditación, positivismo o resiliencia cuando lo que se vive es violencia, profundización de la pobreza, autoritarismo y militarización.
¿La terapia es necesaria? Sí, pero no es suficiente si el estrés se ve aumentado debido a los altos costos de la canasta básica, a la frustración constante de no tener oportunidades laborales con sueldo digno, a la imposibilidad de tener una vivienda propia o a la ansiedad de ver a militares y policías que se llevan de manera arbitraria a personas inocentes. Salud mental es también tener condiciones de vida dignas, redes de apoyo, seguridad y paz.
Entre junio de 2023 y mayo de 2024, la red pública de salud atendió 375 mil 422 consultas de salud mental, un aumento del 3 por ciento respecto al año anterior.
Sin embargo, apenas han sido contratados 55 psiquiatras y 50 psicólogos en todo el sistema de salud, según información de 2024. La propuesta de reforma a la Ley de Salud Mental de 2022, que pretendía abrir clínicas psicológicas y psiquiátricas en las instituciones públicas, fue rechazada por Nuevas Ideas.
Según la Asociación de Psiquiatras Salvadoreños por la Salud Mental (APSAM), al menos el 5 % del presupuesto de salud debería invertirse en fortalecer programas de atención, pero actualmente no hay cifras claras ni transparencia sobre cuánto se destina realmente; sí nos queda claro, sin embargo, que el Estado ni siquiera invierte el 5 por ciento de su presupuesto anual.
Solo dos hospitales psiquiátricos atienden a toda la población, con cobertura insuficiente y centralizada.
La Encuesta Nacional de Salud Mental (ENSM, 2022) evidencia que la salud mental no es un tema marginal ni individual, más bien, afecta a infancias, adolescencias y personas adultas de manera estructural: más de la mitad de los adolescentes presenta síntomas de ansiedad, cerca del 30 por ciento reporta depresión y un 35 por ciento de los niños y las niñas en edad escolar muestra problemas de conducta, un 18 por ciento tiene signos de estrés postraumático o angustia moderada y un 12 por ciento ha sido víctima de acoso escolar. En la adultez, 2.3 y 0.9 por ciento de los adultos y los adultos mayores, respectivamente, presentan riesgo moderado-alto de ideación suicida y, cada año, los datos oficiales reportan entre 400 a 500 suicidios anuales.
Estos números no son estadísticas aisladas: son síntomas colectivos de un país donde la infancia crece con violencia, la adolescencia carga con depresiones tempranas, y la adultez enfrenta desesperanza. El malestar no es sólo clínico, sino social: surge de contextos escolares sin dignidad y ahora militarizados, inseguridad comunitaria, desigualdad, violencia y ausencia de redes de apoyo, lo que se ha incrementado con la vigencia del Régimen de Excepción que permite, por mencionar una cosa, delatar a alguien sin la obligación de sustentar las acusaciones, rompiendo aún más el tejido comunitario y radicalizando el individualismo y la desconfianza mutua.
Por ejemplo, muchas infancias presentan «problemas conductuales» después de que sus progenitores fueron detenidos arbitrariamente y reaccionan con ansiedad ante los cuerpos de seguridad, adolescentes que son encarcelados debido a la estigmatización de sus centros escolares, la falta de espacios seguros para expresarse y la falta de acceso a la justicia.
Niñas y mujeres también cargan con la violencia de género, acoso, violencia sexual instrumentalizada a través del régimen, la sobrecarga de cuidados que tienen las abuelas mientras están en la búsqueda de justicia de sus hijos e hijas, desapariciones que son minimizadas con discursos violentos de que las niñas son quienes deciden acompañarse con hombres que les duplican la edad.
¿Cómo pensar en positivo va a ser suficiente para tener salud mental en contextos tan violentos?
La salud mental en El Salvador no puede separarse de la historia de violencia estructural que atraviesa generaciones. La guerra civil provocó traumas aún no tratados, duelos sin resolver y silencios forzados; nunca hubo políticas de reparación psicosocial y ahora se niega mucha de la historia. Luego, la violencia pandilleril convirtió a las comunidades en zonas de guerra: extorsión, asesinatos y miedo cotidiano marcaron la vida de generaciones. Hoy, bajo el Régimen de Excepción, la violencia cambió de rostro: ya no llega con la cara tatuada de un pandillero, sino con el uniforme de la autoridad. Capturas masivas, denuncias de tortura y duelos silenciosos por muertes en prisión mantienen viva la ansiedad colectiva. ¿De qué sirve hablar de resiliencia si la vida cotidiana es sobrevivencia?
La violencia estructural se reproduce en las escuelas y hogares: acoso, bullying, violencia doméstica y desigualdad de oportunidades son el día a día de la infancia y adolescencia. Los problemas de conducta, la depresión y la ansiedad temprana son manifestaciones de un trauma social acumulado, no fallas individuales. Y eso que no hemos hablado de la normalización y justificación de la violencia a través de la medicina amarga. Hablar de salud mental es hablar de memoria histórica y de justicia social pendiente.
Impacta la violencia de manera diferenciada según el género. Las mujeres cargan con el cuidado emocional de familias enteras y enfrentan violencia de género estructural que rara vez se aborda en políticas públicas. Es más, los mismos sistemas de justicia reproducen la violencia con las mujeres, siendo un claro ejemplo la liberación del militar que usaba el Régimen para ejercer violencia sexual contra las mujeres. Los hombres también sufren los efectos de la violencia y la desigualdad (de hecho, son quienes más se suicidan, pero eso lo ampliaremos en otra columna), aunque el machismo rara vez permite la vulnerabilidad de los hombres y el cuidado de su salud.
Además, el enfoque hegemónico de la salud mental tiende a patologizar el problema, tratando la ansiedad, depresión o estrés como diagnósticos individuales, invisibilizando las condiciones estructurales: pobreza, militarización, violencia, discriminación. La desigualdad y el machismo no son factores periféricos: son determinantes centrales de bienestar o malestar psicológico.
Hablar de salud mental en El Salvador es hablar de justicia social. Mientras no haya reparación histórica, políticas públicas integrales y un Estado que respete los derechos humanos, la ansiedad, la depresión y el sufrimiento colectivo seguirán siendo la norma. Invertir en salud mental no es un lujo ni un tema clínico aislado: es cuidar la vida, la equidad y la paz social de todo un país.
Se necesitan políticas que reconozcan la salud mental como derecho colectivo: prevención comunitaria, programas de educación emocional en escuelas, atención accesible y con perspectiva de género, reparación de traumas históricos y fortalecimiento de redes de apoyo social. No habrá salud mental posible mientras el país siga siendo un lugar donde la violencia manda y la justicia calla.