Del testimonio, síndrome de Almirante
Dice [el Almirante] que todas las noches del mundo vienta terral […] de toda la tormenta del mundo [de todos los testimonios del mundo]. Todas son palabras del Almirante. Domingo, 2 de diciembre y lunes, 24 de diciembre. Diario de Colón.
Inicio
Mentira
Percepción
Desconfianza
Final
Bibliografía
CELEBRACIÓN DEL DÍA DE LA RAZA / RESISTENCIA INDÍGENA
COLUMBUS DAY CELEBRATION / NATIVE RESISTENCE
Inicio
Dentro del marco que compone el ciclo anual de rituales cívicos, el 12 de octubre ocupa un lugar singular. Su celebración insinúa un mito laico de fundación del continente occidental. Si hace tres lustros —para el quinto centenario— los festejos se complican, hace un siglo la conmemoración protocolar impone una visión única. La multiplicidad interpretativa actual —encuentro y mestizaje, conquista y colonización, etc.— se añade a una tradición peninsular y criolla que se regodea en exaltar la superioridad civilizadora —material y ética— de lo hispano frente a una “raza moribunda y vencida”.
Esta conversión de hechos en rituales hace de la historia no un simple recuento objetivo de lo acaecido; antes bien, la transforma en afección y vivencia que desde temprana edad se inculca para conformar valores nacionales e identitarios. Tal cual riman a coro mis estudiantes —expertos en tecnología y ciencia— “in fourteen hundred and ninety-two, Columbus sailed to the ocean blues”. Los hechos se vuelven lemas, estribillos de canciones que se recitan con igual devoción que leyendas, tatuadas por vida en los sentimientos. Un ejemplo que data de cien años —el despegue del Ateneo de El Salvador (Revista, 1912-1921)— nos concede la pauta generalizada de los intelectuales salvadoreños para arraigar cultos seculares en el país hacia el inicio del siglo XX (véase: Ilustración I).
“Si este mundo no hubiera existido, lo creara Dios en la soledad del Atlántico, tan sólo para premiar la fe y la constancia de [Colón]. Muy pronto, ese nuevo mundo […] comenzó a recibir de España el bautismo del saber, el conocimiento de la religión verdadera y la herencia de un idioma tan excelso y tan puro, como noble e hidalga fue la sangre con que los españoles saturaron las venas de los indios de la virgen América [para] transformar a los amerindias, de salvajes en hombres civilizados” (Ramírez Peña, 1920: 34-35; sin personalizar, se trata de ideas bastantes difundidas entre la intelligentsia nacional hacia el cambio de siglo XIX-XX).
Bajo antiguas perspectivas etnocéntricas —hispanismo de “raza ibero-americana”, sin opción indigenista— podrían estudiarse en detalle las celebraciones del día de la raza, el 12 de octubre (Revista del Ateneo, Año III, No. 30, octubre/1915; Año VIII, Nos. 73-74, junio/1919-noviembre/1920, Castro García, 1922, y Ramírez Peña, 1920). “La Fiesta de la Raza es una reminiscencia gloriosa del descubrimiento del Nuevo Mundo por el inmortal Colón [para] ensanchar nuestras fronteras morales y espirituales [en honor a] aquellos Hércules del ideal que sacaron de la noche de la incultura a los vírgenes pueblos de América” (Ateneo, Año VIII, No. 73-74, junio/1919-noviembre/1920: 1403-1405).
En un medio hispanófilo, si no extraña que la exaltación histórica de España — “evocación de un maravilloso canto épico” (Castro García, 1920: 7)— deje muy poco lugar para lo indígena, la ausencia de la voz directa del Almirante predice una de las conclusiones de Gregorio Marañón, insigne prologuista. Los “ruiseñores” que Colón siembra “en el mar” —su propio Diario— los doctos intelectuales “no lo han leído […] tal como lo dejó el gran fraile Las Casas” (Marañón, en Colón, 1968: XXI).
“Tal como lo dejó el gran fraile” impone un ritmo de escritura en cuyo pentagrama alternan la primera y la tercera persona, de suerte que el testimonio del personaje que vive los hechos (“yo”) lo sustituye su súbita mudanza en héroe novelesco (“él”). El Diario oscila entre lo que declara Colón y lo que Las Casas “dice que dice”.
“Yo vi e conozco (dice el Almirante) […] porque yo (él dice)…” lo viví (Lunes, 12 de noviembre y miércoles, 12 de diciembre; citamos fechas en vez de páginas de la edición de 1968 que utilizamos). Todo lector actual encara una transcripción secundaria sin acceso al original: “«Libro de la Primera Navegación y Descubrimiento de las Indias». Extractado y manuscrito por Fray Bartolomé de las Casas”. Colón nos enfrenta a la paradoja de una historia americana que reconstruye “orígenes” sin documentos originales.
De agregar que la mediación de Las Casas confiesa su dependencia de errores precedentes —“falta del mal escribano que lo trasladó”— el Diario nos revelaría una estructura en niveles superpuestos (Domingo, 13 de enero). El movimiento hermenéutico nos conduce de exigencias rituales contemporáneas —apropiación de la historia por identidades presentes— hacia la restitución del pensamiento colombino. No obstante, al testimonio original —a esa primera visión europea sobre América— no accedemos sin mediación explícita, tanto de un escribano innominado como “del gran fraile” transcriptor.
A imagen de subordinaciones complejas —[4[3[2[1Diario de Colón]]]]…— esta configuración en niveles la llamamos “todas las noches del mundo”. En su oscuridad tanto más “parda” por el “viento terral” que desata, el testimonio deja de ofrecerse como “grado cero” de una escritura realista que calca mundo y experiencia sin turbulencia que lo empañe. En cambio, testigo de un cosmos americano a dominar, la voz del Almirante nos convida a presenciar devaluación de una idea medieval de la lengua.
Según añoranzas paradisíacas, el idioma conforma una unidad tan sustancial con el objeto que nombra como la fórmula química que define propiedades de esa misma cosa. La palabra, pintura de la historia, no sería interpretación sino efluvio, copia fiel del acontecimiento. Esta nostalgia —la de una lengua transparente, esencia de todo cuerpo— extiende su reinado hasta la cruel antesala de nuestra actualidad hostil cuando, hacia la década de los ochenta, novela testimonial y su crítica se vislumbran como “historia verdadera de las cosas” del istmo.
A continuación, indagamos la conciencia de una ruptura entre idioma y mundo en el Almirante por tres procedimientos que provocan un desgarramiento: mentira, percepción y desconfianza. Si el disimulo escinde el propio discurso colombino —aleatorio en su duplicado del viaje— el segundo diseña la distancia entre lo que se ve y lo que se dice; por último, el escrúpulo ante el informante indígena bosqueja el trecho entre lo que se anota y lo que se escucha. Como cuadro realista del mundo, la escritura colombina la opacan una función idiomática —“miento” para convencer al lector— así como dos sentidos que filtran su actividad y resultado: vista — “la lengua es incapaz de traducir lo que percibo”— y oído, “no creo lo que escucho”.
Mentira
«Según Uds. “¿quién soy yo?” Entonces Pedro, tomando la palabra, respondió “El Cristo de Dios”. Y él, de un tono severo, les ordenó de no decírselo a nadie” [= les prescribió no revelar la verdad]». Lucas, 9:20-21
Al igual que los “pájaros” que al Almirante “le hicieron presentir la tierra esperada”, una de las más asombrosas conclusiones de Marañón guía nuestro discurso (Marañón, en Colón, 1968: XVIII). Al “contar menos de lo que andaba […] mantenía unidos a la realidad del Continente [europeo] a los incapaces de soñar […] para que los hombres caminen a los grandes ideales no hay otro medio que engañarlos” (idem: XIV). Por sofística imperiosa, la mentira se convierte en vía directa hacia el sueño poético de la utopía indiana. Según Las Casas, Colón confiesa que miente al no anotar con exactitud la distancia que recorre.
“Porque siempre fingía a la gente [al lector] que hacía poco camino porque les pareciese largo, por manera que escribió por dos caminos aquel viaje: el menor fue el fingido; y el mayor el verdadero” (Martes, 25 de septiembre).
“Fingió haber andado más camino por desatinar a los pilotos y marineros [a los primeros lectores] que carteaban [que interpretaban y hacían crítica cultural y literaria], por quedar el señor de aquella derrota de las Indias, como de hecho queda, porque ninguno de ellos traía su camino cierto [su interpretación válida] por lo cual ninguno puede estar seguro de su derrota para las Indias” (Lunes, 18 de febrero).
No serían sólo el transcriptor que se equivoca y Las Casas responsables por el desdoblamiento del texto. El propio Colón inicia una escritura segmentada, de manera que el lector inicial —el tripulante, nuestro alter-ego— queda atrapado en la coartada de una mentira. En el confuso trecho que separa tramo recorrido de leguas anotadas, la mirada cartográfica se bifurca. Habrían dos mapas del viaje, uno íntimo, secreto y verdadero, al cual sólo accede su más noble lector, ausente durante el viaje —“porque […] los Reyes hubiesen noticia de su viaje” (Jueves, 14 de febrero)— y otro público para nosotros, el común de los mortales.
En esta fragmentación de la palabra, la lengua nos revela su dificultad por mantener una pureza testimonial. Si en secreto al lector supremo, lejano, le declara la verdad, para quienes lo acompañan el Diario oculta la realidad. La función social de ese encubrimiento la motiva el objetivo final del viaje. Al “fin a la guerra de los moros […] y después de haber echado fuera todos los judíos”, se trata de navegar hacia “las dichas partidas de Indias […] por el camino de occidente” (In Nomine…). Pero, ante el temor a lo desconocido, se le impone distinguir entre lo que “navegó” y lo que “escribió” (Miércoles, 19 de septiembre).
A la función testimonial primaria —“escribir cada noche […] hacer carta nueva de navegar”— se le obliga a fingir para que el viaje logre su propósito (In Nomine…) . Acaso desde esa fecha, 1492, todo testimonio se halla escindido entre la función referencial —la cartografía fiel del mundo— y la apelativa —la retórica de persuasión para lograr un objetivo anhelado. La imparcialidad de la primera —calcar el mundo— la enturbia el interés pasional o político de la segunda, hacer que mis lectores actúen según mis normas ideales. La palabra, copia del mundo, cede su lugar al imperativo que se dirige a persuadir al lector. El testimonio colombino —el testimonio en general— se halla en tensión entre su anhelo de objetividad rigurosa, el presente, y su objetivo categórico, el futuro anhelado.
Percepción
A esta obligatoria escisión de la lengua —la referencia y la apelación— se añade su pobreza. El Diario se sitúa en las antípodas de la confianza romántica-heideggariana que hace de lengua y poesía la modalidad suprema de conocimiento del mundo. Por lo contrario, en Colón, el idioma resulta incapaz de visualizar su entorno en toda su complejidad sensorial. Para que el Diario exprese una fidelidad entre lo que se ve y transcribe, sería necesario que la letra escrita se acompañe de diseños y color que completen su imagen oscura del universo. Hay que desconfiar de la capacidad epistémica del idioma por traducir lo que nos rodea con exactitud.
“Iba diciendo a los hombres que llevaba en su compañía, que para hacer relación a los Reyes de las cosas que veían no bastarán mil lenguas a referirlo, ni su mano para lo escribir” (Martes, 27 de noviembre).
“Y finalmente dice que cuando el que lo ve es tan grande admiración cuánta más será a quien lo oyere, y que nadie lo podrá creer si no lo viere”. (Domingo, 25 de noviembre).
A semejanza del fingimiento que convence al tripulante —al primer lector— la visión denuncia que la palabra traiciona la imagen o, en su defecto, acusa su estrechez. A la percepción —la que nuestra actualidad reproduce en iconos televisivos e internet— el Diario le otorga una superioridad cognitiva que excede el idioma. “Porque yo vi e conozco (dice el Almirante)” reconoce una identidad entre lo sensorial y el saber (Lunes, 12 de noviembre).
Faltaría que a su intención escritural y cartográfica, el Almirante agregara la pictórica. Así en todo su colorido y detalle contemplaríamos una imagen visual más exacta del recorrido. Ante los frescos colombinos, nos horrorizaría la fealdad de sirenas masculinizadas —los machos se regodearían ilusionados por visitar Isla-Mujeres— al igual que nos asombrarían cíclopes con rostro canino consumiendo asados humanos. Los gráficos testimoniales del Almirante completarían sus palabras.
“El día pasado cuando el almirante iba al río del Oro, dijo que vio tres sirenas que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara” (Miércoles 10 de enero).
“Dijéronle los indios que por aquella vía hallaría la isla de Matinino, que dice era poblada de mujeres sin hombres […] pero dudaba que los indios supiesen bien la derrota […] mas dice que era cierto que las había y que a cierto tiempo del año venían los hombres a ellas de la dicha isla de Carib […] y si parían niño enviánbanlo a la isla de los hombres, y si niña dejábanla consigo” (Miércoles, 16 de enero).
“Entendió también que lejos de allí había hombres de un ojo y otros con hocico de perros que comían los hombres, y que en tomando uno lo degollaban y le bebían la sangre y le cortaban su natura” (Domingo, 4 de noviembre).
Desconfianza
Una tercera ruptura se anexa a las dos anteriores. Si la referencia al mundo capitula ante la apelación al lector —la palabra se oculta ante la imagen— el decir colombino sustituye el del indígena. “Y creía el Almirante que mentían” (Lunes, 26 de noviembre). “No lo creyó [= lo que le decían sus informantes indígenas]” (Domingo, 16 de diciembre). La posibilidad de recabar testimonios indígenas la tiñe la duda. El recelo se cierne entre el escritor del diario y la población que encuentra. No hay diálogo ni encuentro sin sospecha. La incomprensión entre interlocutores situados en universos culturales disímiles hace que sus discrepancias funden un mundo. Pese a los intercambios, predomina el escrúpulo recíproco entre extraterrestres, “venidos del cielo, y los nacidos en la tierra.
“Y estos indios que yo traigo, muchas veces le entiendo una cosa por otra al contrario; ni fío mucho de ellos” (Martes, 27 de noviembre).
“Otras cosas le contaban los dichos indios, por señas, muy maravillosas; mas el Almirante no dice que les creía, sino que debían tener más astucia y mejor ingenio los de aquella isla Bohío” (Miércoles, 5 de diciembre).
“Mas ni los indios que el Almirante traía, que eran los intérpretes, creían nada, ni el rey tampoco, sino creían que venían del cielo” (Domingo, 16 de diciembre).
Final
Esa triple destitución de toda transparencia idiomática —la mentira, la percepción y la desconfianza— nos demuestra la dificultad por des-en-cubrir las Indias y “cartear bien” el trayecto recorrido. La misma duda que invade al Almirante de cara al indígena debería guiar nuestro presente. Ahora sabemos que la “voluntad de poder” expresa su soberanía por la lengua. “Con cincuenta hombres los tendrían a todos [los indígenas mansos, sin ingenio para las armas y muy cobardes] sojuzgados. Y los harán hacer todo lo que quisieran (Domingo 14 de octubre).
“No [hay que] pasar por ninguna isla de que no tomase posesión” ya que nosotros —que “éramos venidos del cielo”— teníamos derecho a “descubrir” en nombre de “los Reyes de Castilla” y “fuese Visorrey y Gobernador perpetuo […] yo y así sucediese mi hijo mayor, y él así de grado en grado para siempre jamás” (Lunes, 15 y 22 de octubre, In Nomine…). Incluso su sucesión continuará en el siglo XXI, erróneamente llamado poscolonial…
A la ilusión referencial que nos inculca la existencia de testimonios prístinos e inmaculados, le contraponemos “todas las noches del mundo”. Durante su vigilia acallada, una turbulencia lingüística se trascuela en el discurso literario más cristalino para depositar su confusión grisácea. La referencia directa al mundo la aturde la demanda de un lector a que acepte sin crítica el veredicto del escrito. A la letra descolorida y pálida la denuncia la percepción indecible “de la mayor maravilla del mundo […] la más hermosa que ojos hayan visto”. Por último, la recolección del testimonio que declaran seres desconocidos la filtra el recelo.
Ante esta extensa oscuridad toda deposición queda abatida por “la tormenta del mundo”. Acaso la honda creencia en testimonios neutros y sin mácula —pinturas de la historia— no la certifique la ciencia social, sino el dicho de “sacros teólogos y sabios filósofos” para quienes “el Paraíso Terrenal [y la lengua primordial] está en el fin del Oriente, porque es lugar temperadísimo. Así que aquellas tierras que ahora él había descubierto, es —dice él— el fin del Oriente” (Jueves, 21 de febrero).
Síndrome de Almirante, el testimonio buscaría una lengua sin persuasión ni apelativos —nombre que emana de las cosas— sin mentira ni inventiva. Captaría íntegro el mundo sensorial sin necesidad de imágenes y confiaría a la letra en el decir del interlocutor.
Bibliografía
Ateneo de El Salvador. Revista de Ciencias, Letras y Artes. Órgano del Centro del mismo nombre, 1912-1921.
Castro García, Alberto. Raza y patria. San Salvador: Imprenta Nacional, 1920. Premiada con medalla de oro en el Concurso abierto por el Ateneo de El Salvador, a iniciativa de la Comisión de Festejos de la celebración de “La Fiesta de la Raza” en el CLXXVII aniversario del descubrimiento de América.
Colón Cristóbal. Diario de Colón («Libro de la Primera Navegación y Descubrimiento de las Indias»). Extractado y manuscrito por Fray Bartolomé de las Casas. Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1968. Prólogo de Gregorio Marañón (IX- XXI).
Ramírez Peña, Abraham. Sucinta historia de los juegos florales; discurso. Octubre de 1919. San Salvador: Imprenta Nacional, 1920.
CELEBRACIÓN DEL DÍA DE LA RAZA / RESISTENCIA INDÍGENA
(Letrero en Biblioteca Skeen NMT, Socorro NM, 12 de octubre de 2017)
A Liz y Luz
Al celebrar el Día de la Raza, habría que otorgarle a Cristóbal Colón una voz leyendo el Diario. El manuscrito que transcribe Fray Bartolomé de las Casas lo conserva la Biblioteca Nacional de Madrid, Sección de Manuscritos Vitrina 6, no. 7. Los fragmentos reproducidos a continuación demuestran la dificultad de aplicar la clasificación bibliotecaria en boga —ficción – no-ficción— a libros de historia que anotan creencias personales y exploraciones europeas. El Diario de Colón inaugura un género literario actualmente llamado ciencia-ficción, el cual se sitúa en la frontera movediza del catálogo anterior. Colón vio Cíclopes, Caníbales similares a Drácula con hocico de perros, Sirenas machos, una isla poblada de mujeres, así como encontró el Paraíso Terrenal en este Nuevo Mundo, situado cerca del Oriente. Se anota que la prueba testimonial del canibalismo equivale a la evidencia visual de “hombres con hocico de perros”, así como la existencia de Drácula americanos —bebedores de sangre— corresponde a la presencia de “hombres de un ojo”.
Todos estos grupos étnicos merecen el mismo estatuto factual como habitantes primordiales del continente, según la antropología colombina. Obviamente, nunca se cree lo que se ve, sino se ve lo que se cree. Si aún se piensa que Colón descubrió América, lógicamente, también se presupone que los habitantes de este continente del Lejano Oriente, son esas figuras míticas reales que describen los siguientes fragmentos. He aquí una perspectiva inicial de la diversidad social, cuyo síndrome sigue vigente en las actitudes que proyectan sus propias creencia hacia las otras culturas. En paradoja, la era digital aún imagina la diferencia en problema o síntoma colombino de lo in-humano que amenaza una identidad nacional estable.
Domingo 4 de noviembre
Había hombres de un ojo, y otros con hocico de perros que comían los hombres, y que en tomando uno lo degollaban y le bebían la sangre y le cortaban su natura.
Viernes 23 de noviembre
[En la isla] llamada Bohío había en ella gente que tenía un ojo en la frente, y otros que se llamaban caníbales.
Domingo 25 de noviembre
El que lo ve le es de tal grande admiración, cuánta más será a quien lo oyere, y que nadie lo podrá creer sino lo viere.
Lunes 26 de noviembre
Decían que no tenían sino un ojo en la cara y la cara de perro, y creía el Almirante que mentían, y sintió el Almirante que debían de ser del señorío del Can.
Miércoles 9 de enero
El día pasado cuando el Almirante iba al río del Oro, dijo que vio tres sirenas que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombres en la cara. Dijo que otras veces vio algunas en Guinea, en la costa de Menegueta.
Miércoles 16 de enero
Dijéronle los indios que por aquella vía hallaría la isla de Matinino, que dice era poblada de mujeres, sin hombres, lo cual el Almirante mucho quisiera por llevar dice que a los Reyes cinco o seis de ellas.
Jueves 21 de febrero
Bien dijeron los sacros teólogos y los sabios filósofos que el Paraíso Terrenal está en el fin del Oriente, porque, es lugar temperadísimo. Así que aquellas tierras que ahora él había descubierto, es —dice él— el fin del Oriente.
Diario de Colón, Madrid: Ediciones de Cultura Hispánica, 1968. Gregorio Marañón (Prólogo).