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San Uraco (des)colonizador, paradoja de la Verdad (3)

Desde Comala Siempre...

Por mi parte, me complace que la academia hegemónica me censure, ya que gracias al rechazo racional cimienta aún más su poderío político en el imperio. Según la estricta exigencia del salarruerismo, sólo de la mentira y de la falsedad —despedazada y enterrada/sembrada (tuka) viva— brota la verdad legítima.
Publicado en enero 30, 2022
Professor Emeritus. New Mexico Tech rafael.laramartinez@nmt.edu Desde Comala siempre…

VI.  «Una tarde triste» o la vigencia del chivo expiatorio

Mi cuerpo destazado será la «tarima» que sustenta la Verdad bajo «tus pies»...

De ribete, se reproduce el cuento intitulado «Una tarde triste» (1940) de Salarrué por una doble consideración. La primera razón la refrenda la negativa por rescatar el archivo completo en las tres antologías más amplias sobre el autor (Lindo, Ramírez y Roque Baldovinos). La selección de expedientes define el objetivo del receptor, más que el hecho histórico mismo.  Primero, se recalca la supresión del diálogo entre la palabra y la imagen, esencial en las ediciones originales. Así lo manifiestan los monjes que autorizan una nueva crucifixión en el grabado del relato o, en cambio, se apiadan de esa acción sacrificial como  «buenos judíos vestidos de morado».  Bajo un lente católico tradicional, el siguiente lienzo testifica la importancia del diálogo denegado entre la imagen y la palabra, para la interpretación poética-visual de Salarrué hacia la década de los cuarenta («Cypactly», No. 151, Julio 25 de 1940).  Si el lienzo se vuelca en poema —el relato en óleo— la actualidad escinde el ojo que mira del otro ojo que lee, al publicar libros sin ilustraciones.

Luego, no sorprende que se repita la controversia entre Arturo Ambrogi y Salarrué —sin Julio Fausto Fernández hablando con Hugo Lindo y Pedro Geoffroy Rivas en Santa Ana, según testimonio tardío (1974).  Pero se ignora cómo la censura de prensa difunde la obra de Salarrué en el «Boletín de la Biblioteca Nacional» (1932...) y permite la publicación de «Cypactly», entre otras revistas literarias.  Asimismo, la «Banda de los Supremos Poderes» recibe al «anarquismo radical» durante el «Centenario a Goethe» en la Universidad Nacional, ese mismo año: «La liberación hacia sí mismo» («Torneos universitarios»), otro «archivo del mal».  Además, aunada a la masculinidad, la confusión castellana entre el género literario (genre) y el género sexual (gender) silencia la relevancia de la «mujer negra» —Gnarda— para la espiritualidad del hombre blanco (ídem para 1935 en Costa Rica).  La «negra»—sexuada y rectora del inframundo— impulsa al espíritu «blanco» hacia los cielos. Hasta el siglo XXI, el tabú pretende que el género y la sexualidad pertenecen a la fantasía.

La apropiación que el presente hace del pasado introduce el segundo motivo de la siguiente transcripción. «Una tarde triste» retoma la temática clásica del chivo expiatorio, esto es, la víctima emisario a expulsar para renovar el pacto social. Ese «Jesús...hombre niño» encarna la solidez comunitaria, que sella un nuevo contrato, gracias al sacrificio y al desalojo. Por común acuerdo, esa imagen sacra debe sufrir la censura y el oprobio hasta soldar los lazos comunales. Las redes intelectuales se mantienen en «el dolor y en la desdicha» con lo cual el narrador se identifica. Al reverso del Cristo Negro, la «Bondad» de ese «Jesús» revive la identidad social del grupo (sin comentario que «las más eran mujeres»). Literal y metafóricamente, «Una tarde gris» condensa esa doble exclusión: archivos y personas. En el 2021, si el debate sobre la Biblioteca Nacional ejemplifica el primer rechazo —la de libros sin contralibros en debate; la falta de archivos.  La migración simboliza el segundo despido. Sea Bondad o Maldad —Blancura o Negritud— el resultado es similar. La sociedad y la inteligencia se renuevan en la supresión de expedientes claves y de personas juzgadas indeseables. Si la vida brota del asesinato cotidiano —llamado alimento— la objetividad emerge de una depredación similar de los archivos. Se recuerda que esta correlación intrínseca entre renacimiento y muerte sacrificial la reitera «El Venado» en San Juan Nonualco. La danza concluye la Navidad —y la devoción a la Virgen María como Madre— con la persecución, caza y el destace del Venado (A. Herrera Vega).

Por mi parte, me complace que la academia hegemónica me censure, ya que gracias al rechazo racional cimienta aún más su poderío político en el imperio. Según la estricta exigencia del salarruerismo, sólo de la mentira y de la falsedad —despedazada y enterrada/sembrada (tuka) viva— brota la verdad legítima. Por fortuna, un nuevo amanecer nace de las sombras podridas de mis cenizas y huesos resquebrajados en el ex-Silio. Arriba florece un guayabo perulero.

Cuando era niño, en una edad indefinida de la niñez, entre los 7, los 9 y los 11 años, una tarde muy nublada, una tarde llena de pesadumbre, vi desde una esquina mis propios funerales y lloré con las manitas sobre el pecho y el corazón muy apretado entre ellas.  Fue en una ciudad de provincia, era viernes y las calles muy torcidas y muy empedradas. Iban a enterrarme muchas gentes vestidas de negro; las más eran mujeres. Habíanme bañado muy temprano de la tarde, me había puesto una corbata negra de mariposa sobre la blusa blanda de grandes y nacarados botones y unos zapatos brillantes con calcetines de precioso dibujo que se mantenían en alto gracias a que eran nuevos y que estaba prohibido andar a la carrera. Lleváronme por las calles a ver.  Yo no me había dado cuenta exacta de lo que ocurría. Sentía una grata tristeza en el pecho, producida acaso por el olor de la ciudad callada, un olor entre incienso y «flor de coyol», entre enagua limpia y planchada y reboso mal teñido con «tinaco». Íbamos con la criada por el andén de lajas moradas. Yo llevaba en la bolsa del pecho un pañuelito acabado de doblar y todavía caliente después de la planchada. De cuando en vez, ahí por donde pasaría el entierro, manos de artistas humildes había formado con aserrín teñido maravillosas alfombras, de caprichoso dibujo.  Había trechos de calles que estaban regados y humeaban como pebeteros aromados con el zumo de la tierra y había trechos cundidos de flores. Las ventanas y las puertas lucían cortinas blancas anudadas con crespones y en el aire remansado, empapado de opresión, la matraca lejana resonaba como el canto de un enorme tecolote de madera escondido en la cuenca de la muerte.

Y aún no sabía yo que era a mí mismo a quien iban a enterrar. Pasaban a mi lado los colegios uniformados. Pasaban solemnes y fantasmales «cucuruchos» con trajes negros y con las caras cubiertas por largos antifaces, en donde, tras los agujeros brillaban ojos terribles, inexpresivos e insolentes. Eran sombras de gentes, que habían cobrado vida, sombras con ojos, sombras malas, calzadas y presurosas.

Por fin, allá lejos por la calle larga y empedrada, llena de balcones con reja y de alambres negros; verada de naranjos y de mirtos, poblada de cuerpos vivos, en los andenes y desierta en el medio, vimos que se acercaba el entierro, venía lento y pesado, contrastando su lentitud con la prisa y desesperación de las matracas. Luego escuchamos la marcha doliente, doloroso tributo rendido, por aquellos músicos de la banda, grandes y gordos, sonrientes e inseparables que eran todos mis amigos.

Fue al pasar que yo me di cuenta de lo horrible. En urna de cristal sobre almohadones de seda iba muerto Jesús el más bueno de Toditos, el mismo que días anteriores habíamos visto pasar cargando una enorme cruz de lata llena de gajos de uva y de pámpanos dorados, con las pestañas largas, la cara muy golpeada, la boca entreabierta en rictus de dolor y las manos con los dedos tiesos, manos terribles de madera que no le permitían apretar bien la cruz.  !Oh, aquel Jesús!  Cómo nos dolía su impotencia, cómo nos dolía aquel terrible tornillo que ajustaba la cruz a la espalda y aquella bata gruesa, mucho más grande que la de papá, en aquellos mediodías de bárbaro sol.

No entendíamos bien.  Era Jesús un hombre niño, un pobrecito hombre maltratado y nos parecía que un hombre niño era más digno de piedad que un niño o una mujer. Además era Jesús; de él no se apiadaban sino aquellos buenos judíos vestidos de morado que cargaban con él y con su cruz sudando a chorros, apoyados en largos báculos con horquilla.

El santo entierro pasó frente a mí en aquella esquina, de aquella ciudad, de aquella tarde. Iba tan lento y era la marcha tan doliente que las lágrimas empezaron a rodar de mis ojos a torrentes. Guardaba silencio todo lo que las narices me lo permitían. Me pasaba la manga de la blusa por la cara sin acordarme del pañuelo. Yo entendí muy bien que aquella tarde estaban enterrando la Bondad, que ya no quedaba sobre el mundo sino el mal, la grosería y la suciedad.

Sentía un gran deseo de ponerme a gritar. «¡Aguardad, aguardad!», aún estoy yo vivo, estoy aquí en esta esquina, chiquitito y con criada, con calcetines y con pañuelo, no hagáis eso. ¿Qué haré yo si os lleváis a enterrar la vida? Porque no podré vivir entre el mal y el pecado, me moriré llorando sin comer entre esas sombras con ojos, que llevan cruces largas y negras para golpear las cabezas de los niños.

Sin embargo, no pude proferir palabra; me ahogaba mi dolor y mi desdicha. Ya empezaba a sentir la tierra sobre mi rostro y a percibir las tinieblas y el frío del sepulcro. El mal bailaba sobre nuestra muerte. Había hombres y mujeres que se arrojaban puñadas de papeles de colores violentos, violentos chorros de perfume, serpentinas que cruzaban en sol de fiesta el aire. Se apretaban unos con otros y nos contaminaban contra las paredes. Había vestidos ásperos de hombre, llenos de pelos, que se restregaban contra mi cara llorada.  Risas, secretos, palabras apresuradas, toses, maldiciones y silbidos. La bondad y la Dulzura habían muerto y todos estaban alegres. Yo me defendía con los brazos en alto, muy apretado en la mano el pañuelito, para no perderlo, encorvándome al empuje de las multitudes, pero con la mente fija en aquella caja de vidrio en donde íbamos. muertos con Jesús, y en mis amigos de la banda que quizás podrían aún salvarnos.

VII. «Prefacio a la Segunda Edición» (1936) de Joaquín García

Se reproduce el prefacio a la segunda edición (1926), ya que ningún trabajo crítico contemporáneo refiere esa lectura. Esta ausencia comprueba la falta de diálogo entre los estudios culturales y la historiografía literaria.

Bibliografía mínima

Albornoz, Álvaro de.  «El Cristo de Papini».  «Repertorio Americano», T. X, No. 3, 16 de marzo de 1925.

Baratta, María de.  «Materiales folklóricos de El Salvador».  San Salvador: Ministerio de Instrucción Pública. 1944.

«Boletín de la Biblioteca Nacional», 1932-.

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«Cypactly.  Revista de Variedades».  1932 y 1940.

Dalton, Roque.  «Las historias prohibidas del Pulgarcito».  México, D. F.: Siglo XXI Editores, 1974.

Escalante Dimas, Mireille.  «Salarrué». «Cultura», No, 51, enero-febrero-marzo de 1969: 157-171.  Ausente en casi toda la bibliografía actual, M. Escalante Dimas es la única autora que indaga la recepción inmediata de «El Cristo Negro» en su primera edición. Como el olvido es «más grande» que la memoria.

García Robles, Marco Antonio. «Los relieves de Jesús F. Contreras».  Aguascalientes: Tesis de Maestría en Arte, Universidad Autónoma de Aguascalientes, 2014.

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Cortesía de Jackelyn Azucena López Cabrera (MUPI), sin editorial ni fecha. 

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«Torneos universitarios (Centenario de Goethe y del Padre Delgado)».  San Salvador: Publicaciones de la Universidad de El Salvador, 1933.

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