Comienza un nuevo año. Y no hay dudas: El Salvador es un país diferente.
Nadie puede negarlo.
Ahora las personas pueden salir a las calles, ir de un lado a otro, creyendo caminar con libertad, felizmente tranquilas y despreocupadas. Pero también pueden estrellarse con una muralla de policías y militares, bestialmente empoderados, a los que hay que mirar bien, saludar bien, responder bien, si no se quiere correr el riesgo de ser reventado a golpes y capturado injustamente y encerrado en cárceles transformadas en campos de concentración. Y un día cualquiera, en un momento cualquiera, salir en una bolsa negra o en un ataúd, pútridamente descompuesto.
(Sí. El terror militar arrecia como en el pasado. El régimen de excepción es la normalidad. Esa historia la conocemos de sobra).
Ahora las instituciones públicas y sus funcionarios únicamente responden al antojo y capricho de los gobernantes de turno. El policía y el procurador, el fiscal y el juez, el ministro y el alcalde, todos, absolutamente todos, han pasado de ser servidores públicos para servir exclusivamente a una camarilla de funcionarios. Los honrados han sido removidos de sus cargos. Han sido neutralizados. Anulados totalmente. Nadie tiene garantías de nada.
(Sí. También en el pasado se cooptaba instituciones y se corrompía a funcionarios, pero los honrados podían sortear las represalias y los ciudadanos tenían la posibilidad de una instancia superior que corrigiera las perversiones de los malos burócratas).
Ahora es fácil construir falsos relatos — con la complicidad de millares de troles y mercenarios cibernéticos— sobre un país próspero con «independencia financiera», pero todos sabemos que el Bitcoin ha sido un total fracaso, motivo de millonarias estafas y descarados fraudes. Hasta algunos de los aduladores del gobierno desataron un coro de lamentos al sentirse timados por ese sistema fantasmagórico. No. No somos Singapur. En lo único que nos parecemos a esa nación asiática es en las formas autoritarias de ejercer el poder. Tampoco somos un país próspero. Basta con ir a un mercado para darse cuenta de que la gente ni siquiera alcanza para comprar los alimentos básicos.
(Sí. Tampoco los problemas económicos son exclusivos del actual gobierno. Pero el actual gobierno, como los anteriores, ha seguido saqueando y despilfarrando el dinero de los salvadoreños).
Ahora denunciar la corrupción del presidente y sus hermanos es sinónimo de cárcel. La libertad de expresión y prensa ha sido pulverizadas, casi aniquiladas. Los periodistas críticos son el enemigo número uno. Revelar los pactos mafiosos de los gobernantes, como las treguas con pandillas, está prohibido legalmente. Imagínense: bajo esa lógica jamás hubiéramos conocido que corrompidos políticos de gobiernos anteriores negociaron con delincuentes la vida de salvadoreños.
(Sí. También los gobernantes anteriores atacaron y criminalizaron a los periodistas críticos, pero actualmente nos han empujado a los tiempos más oscuros de la dictadura militar, donde lo más recomendable era el silencio).
Ahora vivimos en el absoluto reino de la manipulación y la mentira. La gestión pública es una broma de mal gusto. Un respetado profesional puede ser encarcelado y humillado mediáticamente por atropellar involuntariamente a un animal. No se ría. No es un chiste. Ahí está el caso del médico que durante la pandemia del coronavirus batalló en primera fila, arriesgando su vida, salvando vidas, para luego ser expuesto como el peor criminal por arrollar sin intención a un gatito. ¡Ah! Mientras tanto hay que proteger a los corruptos y poner en libertad a líderes de pandillas sobre los que pesa una montaña de crímenes. ¡La justicia patas arriba!
(Sí. Los show y las cortinas de humo tampoco son una invención del presente, pero el actual gobierno es insuperable).
Ahora un empresario o un sindicalista que desentone con el discurso oficial también puede correr con el mismo destino: ser vigilado, acosado, encarcelado. Ni se diga de los funcionarios que quieren pasarse de listos con los listos de sus jefes. Nadie se salva. Otra vez: lo mejor es callar. No decir nada. No meterse en problemas.
(Sí. Los empresarios corruptores y los sindicalistas mafiosos abundan en nuestro país, pero ahora el mensaje es claro: o están con nosotros o contra nosotros).
No hay dudas, El Salvador es un país diferente.