La mentira nos gobierna: es una verdad que ya no puede ser negada, aunque parezca un desparpajo histórico o una ficción de mal gusto. Lo cierto es que la falsedad se ha institucionalizado hasta devolvernos al reino del odio y la intolerancia política. ¡Como si noventa mil muertos hubiesen sido poca cosa!
Parece que la historia se nos borró de la memoria.
De pronto nos despertamos en un país construido con las peores prácticas del siglo pasado, donde tener una opinión diferente al régimen de turno se paga con acoso y persecución, donde informar sobre corrupción y violencia es motivo de cárcel, donde la gente parece estar dispuesta a ceder sus libertades a cambio de una falsa seguridad.
En tres años —¡en solo tres años! — el presidente Nayib Bukele y sus súbditos han derribado puertas que parecían cerradas para siempre. Han revitalizado el autoritarismo con la única finalidad de consolidar sus intereses.
Es cierto que la democracia no fue la instauración del paraíso terrenal. Nadie puede negar que la democracia sirvió para que empresarios y políticos crearan falsos relatos de bienestar mientras saqueaban a manos llenas las arcas del Estado, pero también es innegable que el fin de la guerra generó una institucionalidad que permitió la tolerancia y la pluralidad de ideas, la profesionalización del ejercicio periodístico y la crítica sin temor a la censura.
Al final de cuentas no fueron los funcionarios corruptos quienes decidieron confesar por sí mismos sus delitos. Fue (ante todo) el periodismo de investigación el que terminó revelando una cadena de perversiones y suciedades.
Pero eso solo fue posible con un mínimo de democracia, aunque ahora esa palabra nos termine pereciendo un sin sentido.
El mismo Nayib Bukele coqueteó —en su ascenso al poder— con el periodismo comprometido y metódico, y aprovechó las innumerables investigaciones para crear su propia narrativa de buenos y malos. Ya en el poder, decidió criminalizar al periodismo de investigación y destruyó las instituciones de transparencia como el Instituto de Acceso a la Información Pública, simplemente porque no tolera la rendición de cuentas y porque le molesta que lo evidencien como un corrupto más.
No debería sorprendernos. Vivimos en una época en el que las ficciones se imponen a la realidad. «Si en el principio fue el verbo, ahora en el principio tenemos la imagen», sentenció el politólogo italiano Giovanni Sartori a inicios del presente siglo. Es decir: la imagen prevalece por sobre las ideas, las emociones le ganan la batalla a la racionalidad.
Definitivamente los tiempos han cambiado. Si China y Singapur demostraron que no hace falta la democracia para mantener una economía de mercado, la Rusia de Putin le enseñó a occidente que el periodismo de investigación puede ser dinamitado con las Fake news. «Consiste en crear un texto de ficción y fingir que es un trabajo periodístico para esparcir la confusión sobre un hecho concreto y para desacreditar al periodismo en sí», escribió Timothy Snyder en su libro El camino hacia la no libertad.
Nayib Bukele ha sido el rey de las noticias falsas en Centroamérica. Desde que era alcalde de Nuevo Cuscatlán creó plataformas alternativas que disfrazó de periódicos digitales y supo controlar el mensaje desde redes sociales con el respaldo de una horda de mercenarios cibernéticos. Ya en la presidencia, agigantó su maquinaria propagandística que le ha servido para atacar a sus enemigos e inventarse crisis constantemente.
El ejemplo más reciente: las pandillas son una amenaza a la seguridad nacional, hay que combatirlas, hay que eliminarlas de una buena vez. ¡Qué gran descubrimiento! Después de tres años en el poder, parece que el presidente Bukele se dio cuenta que las pandillas controlan la mayoría de las comunidades del país y mantienen en zozobra a los ciudadanos.
Y entonces surge el espectáculo: capturas masivas de delincuentes y de personas inocentes, como lo hicieron en el pasado, con los mismos discursos y los mismos métodos; mientras la mayoría de los ciudadanos, hartos de la violencia cotidiana, aplauden en medio de una espantosa inflación y una crisis financiera con pocos precedentes. Es así como la incapacidad del gobernante termina hundida en un mar de distracciones.
Y cuidado con el que se atreva a criticar el espectáculo y señalar las arbitrariedades, porque lo convierte en pandillero o en aliado de delincuentes.
De esa manera, Bukele se ha inventado un choque de valores jurídicos: la libertad de expresión contra la seguridad nacional. Si un periodista revela —como lo hizo en el pasado— que funcionarios de gobierno negociaron con pandillas debe ser encarcelado por generar «pánico y zozobra» en la población. Si un periodista revela documentos oficiales o investigaciones judiciales que demuestran pactos con criminales debe ser enviado a la ergástula por poner en riesgo la seguridad nacional.
Imagínense: bajo esa lógica nunca nos hubiéramos enterado de que el FMLN y ARENA negociaron con delincuentes. O quizá decenas de periodistas estuvieran en prisión por denunciar lo que el mismo Bukele utilizó para hacerse con el poder.
¡Qué sencillo es construir falsedades jurídicas! A los pasa papeles del Ejecutivo y a los aprieta botones del Legislativo se les olvidó que la reiterada jurisprudencia de los tribunales mundiales de derechos humanos ha sentenciado que jamás, jamás, puede invocarse la defensa de la seguridad nacional para suprimir un derecho fundamental garantizado por la Convención Americana de Derechos Humanos como es la libertad de expresión.
Estamos de acuerdo. Ningún derecho es absoluto. Hay límites. Pero preguntémonos: ¿acaso es una amenaza a la seguridad nacional que un periodista revele pactos entre funcionarios y pandilleros? ¿acaso está amenazada la seguridad nacional si los ciudadanos conocen que sus gobernantes han negociado con delincuentes? ¿qué es más grave: el pánico que pudiera generar conocer sobre una tregua con pandillas o la tregua con pandillas en sí misma?
Hágase esas preguntas y saque sus conclusiones.
Las respuestas de nuestros gobernantes ya las conocemos y no nos sorprenden para nada. Desde hace mucho tiempo que Bukele comenzó un camino violatorio de derechos fundamentales como la libertad de expresión e información, simplemente porque detesta el ruido ciudadano que desentona con su relato de país.
Él prefiere alimentar las ficciones y asegurar que vivimos en una «nueva democracia», en una nación próspera, sin violencia ni corrupción. Prefiere hegemonizar el discurso y aplastar las voces disidentes.
Pero esa historia ya la conocemos: cuando se destruye la pluralidad de información se termina instalando un monopolio de Estado, donde hay una sola voz, una sola versión de los hechos, que termina impidiendo la denuncia de todas las suciedades y podredumbres de los gobernantes. Entonces ya no hay marcha atrás: los abusos del poder terminan convirtiéndose en cosa cotidiana y lo único que nos queda es defender derechos alcanzados a costa de una terrible guerra que no queremos repetir.