«El exceso de democracia, o sea de libertad, redunda en libertinaje, máxime en los pueblos jóvenes que todavía han recorrido poco en el desarrollo del progreso», Julio César Escobar.1
INTRODUCCIÓN
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José Santos Martínez recibió la paz a machetazos, sí, a machetazos: el filo del metal se incrustó en su cuerpo, una y otra vez, hasta dejarlo inerte, como un costal de basura, ante la fría mirada de mujeres y niños del barrio California en San Vicente. Un muerto más, un cadáver más. Nada extraño. Transcurría el 16 de enero de 1992. A varios cientos de kilómetros, en el Castillo de Chapultepec en México, hombres de saco y corbata firmaban los Acuerdos de Paz que ponían fin a una espantosa guerra que había enloquecido a todo El Salvador durante días, meses, años.
La sangre de José Santos Martínez, al igual que la firma de la paz, inauguraron un período más violento, más sangriento, más turbulento.
El fin del conflicto armado suponía un nuevo comienzo, una refundación de la patria, la consolidación de la democracia. Porque la democratización —o lo que llamamos democracia o conocemos como democracia— no comenzó con los tratados de paz de 1992, sino con la reforma constitucional de 1983 que le permitió a un civil llamado José Napoleón Duarte llegar a la presidencia luego de cincuenta años de gobiernos militares. Nuestro proceso democrático, pues, comenzó en medio del estallido de balas y bombas, en medio de una guerra que vomitó decenas de miles de muertos. ¿Qué posibilitó ese escenario? Millares de páginas se han escrito. Decenas de investigaciones se han publicado, una tras otra, con múltiples hipótesis. Pero en este trabajo suscribo la teoría que los actores políticos y las influencias internacionales —más que las transformaciones estructurales— fueron determinantes para que El Salvador transitara de un «autoritarismo persistente» a una «semidemocracia».2
Eso es lo que tuvimos hasta mayo de 2021: una semidemocracia. No una democracia.3
Es verdad: todo lo anterior puede parecer trillado. Pero es inevitable acudir a ese pequeño marco histórico para entender el por qué esa palabra llamada democracia, que parece tan abstracta, tan despreciable, tan insignificante, tiene significados antojadizos en el presente; y, sobre todo, es necesario para entender el por qué la mayoría de los salvadoreños se inclinan, predilectamente, hacia formas autoritarias del poder.
Para comenzar hay que plantearnos algunas preguntas inexorables: ¿en verdad hemos tenido una verdadera democracia a partir de 1992? ¿en verdad los salvadoreños hemos querido construir una democracia plena?
Mi respuesta es no.
El año 1992 significó, esencialmente, la modernización de la cultura autoritaria.4
La práctica de la tolerancia, el entendimiento a través de la palabra, el funcionamiento de algunas instituciones fueron cambios irrefutables. Pero el país siguió teniendo una estructura —económica, política, social, cultural— evidentemente autoritaria.
Entonces no. No hemos tenido ni hemos querido construir una verdadera democracia. El año 1992 únicamente fue el punto intermedio de un proceso que pretendía instaurar un régimen democrático, pero que —en la medida que fue dictando las normas y estableciendo las reglas del juego— se le frenó, se le mutiló, se le asesinó, hasta retornar a un estado completamente autoritario que ha destruido la poca institucionalidad que se había construido en los últimos veinticinco años: esa poca institucionalidad que costó una guerra, miles de vidas, y que sirvió, entre otras cosas, para encarcelar a empresarios y políticos corruptos. Por eso era necesario aniquilarla por completo.
No. No hemos tenido ni hemos querido construir una democracia plena, que resista los embates de los políticos perversos y demagogos, aprovechados de la política sucia, que dicen combatir la corrupción mientras añaden abusos a los abusos, infamias a las infamias, podredumbre a la podredumbre.
Es innegable que entre los años 2009 y 2018 El Salvador llegó a la cúspide del régimen semidemocrático. Hubo cambios trascendentales.5 Se conformó, por ejemplo, una Sala de lo Constitucional con ideas modernas, fuerte, que debilitó a los partidos políticos y fortaleció algunas instituciones. Los ciudadanos pudimos acceder a información pública que sirvió, en algunos casos, para procesar a presidentes y funcionarios corruptos. Pero todos esos acontecimientos —en lugar consolidar la democracia— aceleraron el resurgimiento de un populismo autoritario que nos ha empujado medio siglo atrás.
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No. La raíz autoritaria no desapareció con los Acuerdos de Paz.
Los empresarios que a inicios de los años ochenta se convencieron de que para dinamizar la economía —principalmente sus economías— era necesario instaurar un nuevo modelo económico, también se convencieron de que era imprescindible frenar el conflicto armado, silenciar las balas, iniciar un proceso democrático. La corriente del libre mercado, que iba en ascenso desde inicios de los años setenta, se volvió hegemónica con el declive del Socialismo Real. Fue entonces que un grupo de empresarios salvadoreños, entre ellos Alfredo Cristiani Burkard, quien llegó a la presidencia de la República en 1989, apostaron por liberalizar la economía. El problema fue que estos empresarios tergiversaron a su antojo los postulados teóricos de los ideólogos del neoliberalismo: las privatizaciones amañadas y los monopolios sin freno han sido las prácticas constantes desde entonces hasta la actualidad. La intervención del Estado se volvió legítima solo para legitimar sus prácticas corruptas, sus millonarios desfalcos, sus licitaciones tramposas. Al final de cuentas, sin las masivas migraciones, sin los ríos de remesas, el modelo neoliberal salvadoreño habría sido una farsa implantada por una parte del poder económico que comprendió —más tarde que temprano— que los modelos agroexportador y nacional-industrializador habían dejado de ser rentables para sus intereses. Reducir la extrema pobreza, en un marco de apertura democrática, fue lo de menos.
Veamos otra pieza del rompecabezas: la mayoría de quienes han integrado los partidos políticos de posguerra, incluidos los guerrilleros que se convirtieron en burócratas, han pasado a engrosar las redes clientelares, las redes de compadrazgo, las redes de nepotismo, porque lo importante no era servir a los ciudadanos que los eligieron, sino servirse a sí mismos. Nada nuevo. Es una vieja praxis: la función pública sirve para beneficio propio. Nada más. He ahí el germen de la antipolítica. He ahí origen del desencanto generalizado, del descontento popular que termina legitimando a un grupo de mercenarios que aseguran ser diferentes, pero que en el fondo son la misma carroña.
También el irrespeto a las leyes y el sabotaje a las instituciones ha sido una práctica constante. La tentación de controlarlo todo, de reformar la constitución para mantenerse en el poder, no terminó con la presunta democratización de los años ochenta y noventa. La mayor evidencia es el presente: otra vez nos gobierna un autócrata, un megalómano con un deseo demencial de perpetuarse en el poder.
Los partidos políticos han existido desde siempre, pero no en función de una ideología o un programa político, sino en función de los intereses de sus financistas. Esto tampoco ha cambiado en las últimas tres décadas. Los partidos continúan siendo vehículos electorales conducidos por marionetas a sueldo; fábricas de votos que, aunque simulan elecciones internas, funcionan bajo esquemas piramidales, rígidos, donde se termina eligiendo a los que mejor bailan la danza del poder.
La democracia interpartidaria, pues, continúa siendo una utopía.
Utópicas también fueron, salvo contadas excepciones, las ideas de los intelectuales salvadoreños que trataron de incidir en la sociedad —con la palabra o con el fusil— durante el siglo pasado. Sus planteamientos teóricos se redujeron a la instauración del paraíso en la tierra, por un lado, y la defensa de la tradición y la propiedad privada, por otro. Esas fueron las bases de sus construcciones discursivas, lanzando excremento contra quienes creían en una opción democrática donde era imprescindible armonizar la justicia social con la libertad. Esa herencia de los extremos continúa vigente. Aunque es innegable que después de la firma de la paz se fortaleció el periodismo y la investigación académica. Quizá la pluralidad de ideas haya sido la mayor ganancia de esa intentona democrática. El ejercicio periodístico, si bien ha servido para legitimar las fechorías de mafiosos y corruptos, también ha servido para ponerle rostro a la corrupción. Aunque tampoco se puede negar que los periodistas hemos carecido de las herramientas académicas para evitar posturas ingenuas que terminan respaldando al redentor de turno. Lo vimos entre 2007 y 2009 con Mauricio Funes. Lo vimos entre 2015 y 2018 con Nayib Bukele.
Pero no solo en lo económico, político e intelectual está arraigada la raíz autoritaria. La mayoría de los salvadoreños también forman parte de ese bloque que prefiere la fuerza y la imposición por sobre el diálogo y la conciliación. Una de las mayores preocupaciones de los sociólogos y politólogos que elaboraron estudios científicos en los primeros años de la posguerra fue que los salvadoreños, a pesar de todas las atrocidades cometidas por los gobiernos militares, seguían prefiriendo al hombre fuerte que —como en los fascismos clásicos— impusiera el orden por sobre todas las cosas.
El turno del hombre fuerte le llegó a Nayib Bukele, cuando, en medio de una ruleta de escándalos por corrupción, los partidos tradicionales cayeron en desgracia. Nayib, un tipo con una formación de familia autoritaria, que en los años noventa jugaba a ser el terrorista de la clase, encontró el terreno propicio para emerger como el salvador de un pueblo hundido en la violencia y la miseria.
No hay que olvidar que la cultura de la violencia que ha permeado a nuestra sociedad desde que nos convertimos en república también ha sido una pieza clave del engranaje autoritario. Han sido años, décadas, siglos de violencia social y política. La sangre no ha parado de correr, sigue corriendo, sigue cultivando y cosechando más muerte. Mucha más muerte.
NOTAS
[1] Julio César Escobar, De ayer a hoy es lo mismo, El Diario de Hoy, 19 de febrero de 1972. Julio César Escobar fue un intelectual salvadoreño que conspiró para dar el golpe de estado al presidente Arturo Araujo en diciembre de 1931. Durante la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez fue un prominente funcionario que, según el investigador Rafael Lara Martínez, acuñó la frase «política de la cultura» del Martinato.
[2] Scott Mainwaring y Aníbal Pérez-Liñán, Democracias y dictaduras en América Latina, Fondo de Cultura Económica, 2019. Los autores sostienen que en algunos países de América Latina los actores políticos nacionales y las influencias internacionales fueron determinantes para transitar de un «autoritarismo persistente» a una «semidemocracia» en los años ochenta. Es decir: más que las condiciones de pobreza o desigualdad (pues pobreza y desigualdad hubo desde el siglo XIX) lo fundamental fue el cambio en la mentalidad de los actores políticos que abandonaron las coaliciones autoritarias para sumarse a procesos democráticos. En el caso de El Salvador, aseguran, este cambio de mentalidad no hubiera sido posible por sí mismo. La influencia de los Estados Unidos fue tan determinante como lo fue el conflicto armado.
[3] Mainwaring y Pérez-Liñán sostienen (como la mayoría de los estudios sobre el tema) que tras la firma de los Acuerdos de Paz y con las elecciones presidenciales de 1994 se consolidó una democracia en El Salvador. En eso no estoy de acuerdo. Mi tesis es que entre enero de 1992 y mayo de 2021 seguimos bajo un régimen semidemocrático.
[4] Stefan Roggenbuck, Cultura política en El Salvador, Konrad Adenauer Stiftung, 1995. En su ensayo La cultura política y sus cambios en América Latina: el caso salvadoreño, el autor plantea (a partir de una serie de rasgos autoritarios en la sociedad salvadoreña de posguerra) que El Salvador podía consolidar un régimen político parecido al «autoritarismo blando» que se ejercía en países asiáticos como Singapur y Japón.
[5] El historiador Roberto Turcios ha sostenido que en este período de tiempo El Salvador consolidó un «régimen de democracia constitucional», Entrevista FOCOS TV, 6 de febrero 2020.
PRIMERA PARTE: Arquitectos del falso amanecer
SEGUNDA PARTE: La democracia fallida y el impostor